Un retiro no es (por lo menos, no debe ser) una actividad o una experiencia extraña a la vida, sino una actividad que está en función de la vida y que lo que persigue es que volvamos sobre el hecho de estar vivos, sobre la manera como estamos viviendo y sobre lo que, en definitiva, queremos hacer con la vida que Dios nos da, con el tiempo que Dios nos concede (tiempo que, en realidad, es una oportunidad).
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¿Qué valor doy yo a la vida? ¿Qué valor doy a mi vida? ¿Qué valor reconozco a la vida de los demás?
Un retiro es, pues, un ejercicio profundamente existencial y, por supuesto, espiritual si por espiritual entendemos ahondar en la profundidad de nuestro ser para conectar con Aquel que es el origen y el término de todo: Dios. Todo ser humano debería buscar un tiempo y un lugar para distanciarse un poco de la rutina cotidiana, del ajetreo, de la agitación, del activismo, a fin de ver mejor. Ver el pasado, el presente y el futuro; lo caminado, lo que falta por caminar y lo que está por venir con su cuota de imprevisibilidad, de incertidumbre.
Un retiro no es una actividad solamente para religiosos, monjes y sacerdotes. Un retiro es (y debería ser) una experiencia familiar para toda persona. Igualmente no es únicamente una actividad ligada a la religión.
La idea de todo campesino al sembrar y al cuidar su cultivo es obtener frutos. Sin embargo, aunque acompañe decididamente el proceso, nunca podrá estar 100% seguro del tipo de frutos que obtendrá. Por eso los frutos son, en parte, consecuencia del esfuerzo y, en parte, don de la tierra. No conocemos los frutos que este retiro tendrá. Los esperamos, los deseamos. En parte, ellos dependerán de nuestra actitud y de nuestro esfuerzo personal.
Debemos hacernos conscientes del momento por el que estamos pasando:
a) Estamos dentro de una experiencia de crecimiento.
b) Con un deseo inmenso de de conocer más y más a Dios.
c) Con el propósito de vivir la fe de manera cada vez más coherente, y,
d) Con algunos temores que – sin duda – nos acompañan.
Para quienes creemos en Dios, el retiro puede ser una excelente oportunidad para hablar con él, para hablarle a él y para dejar que él nos hable. Atención a estos tres niveles o dimensiones de nuestra experiencia espiritual. Podemos preguntarnos:
a) ¿Cómo es y cómo está mi relación con Dios?
b) ¿Qué tengo que decirle a Dios?
c) ¿Qué podría decirme Dios?
d) ¿Qué tengo que decirle de Dios al mundo?
Hay que construir un clima para que nuestro retiro tenga éxito. Debemos, entonces, hacer el esfuerzo de crear una atmósfera de tranquilidad, de silencio, de reflexión, de meditación, de sana soledad y de sano compartir. No confundamos el retiro con un paseo. De modo especial, no perdamos el tiempo que vamos a tener para el trabajo personal. Cuidado con las distracciones.
Hay cuatro aspectos claves para vivir un retiro: 1) la atención a lo que se proponga y a las orientaciones dadas, 2) el silencio 3) la soledad, 4) el diálogo con Dios (y con nosotros mismos) y 5) el deseo de compartir con los compañeros de camino. Un retiro es un camino y un caminar del que se espera no salir igual a como se entró.
Es importante recordar que no estamos solos: cada uno (a) debe pensar en los otros, tenerlos en cuenta en la oración, en la meditación, pero sobretodo en las actitudes y detalles. Cada uno de nosotros debe esforzarse por ayudar al otro a vivir el retiro.
El retiro, bien vivido, debe ayudarnos a clarificar y a ordenar nuestra vida, a centrarla en un proyecto, una idea, una intuición, una revisión de vida… centrarla vida en algo serio que se transforme en una auténtica RAZÓN PARA VIVIR.
El gran reto es buscar y encontrar la verdad sobre nosotros mismos. Tratemos, igualmente, de reconocer y acoger el pedacito de verdad que hay en el otro, en los otros. Recordemos que “Aquellos que no tienen el valor de amar la verdad en los lugares en que ella se encuentra desfigurada nos son capaces de reconocerla y amarla allí donde ella se revela totalmente” (François VARILLON)
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