Si nuestra confianza en la Misericordia de Dios es igual a nuestro temor a Su Justicia, tendremos el verdadero espíritu de la devoción a los difuntos.
Este doble sentimiento está contenido de forma
natural en el dogma del Purgatorio; un dogma que contiene el doble misterio de
la Justicia y de la Misericordia: la Justicia que castiga, la Misericordia que
perdona.
PRIMERA PARTE
La oración por los difuntos, los sacrificios, los sufragios por los difuntos forman parte del culto cristiano, y la devoción a las almas del Purgatorio es una devoción que el Espíritu Santo derrama con caridad en los corazones de los fieles.
Rezar por los difuntos es un pensamiento santo y saludable, para que sean liberados de sus pecados (2 Macabeos 12:46).
Para ser perfecta, la devoción a los difuntos debe estar animada a la vez por un espíritu de temor y de confianza. Por un lado, la Santidad y la Justicia de Dios nos inspiran un sano temor; por el otro, Su infinita Misericordia nos proporciona una confianza ilimitada.
Dios es la santidad misma, más que la luz provenir del sol, y ninguna sombra de pecado puede permanecer ante Su Rostro.
Tus ojos son puros, dice el profeta, y no pueden soportar la vista de la iniquidad. (Habacuc 1:13)
Por lo tanto, cuando la iniquidad se genera en las criaturas, la Santidad de Dios requiere una expiación por tal iniquidad.
Y cuando esta expiación se hace con toda justicia, es terrible. Por eso la Escritura también dice: Su nombre es santo y terrible (Salmo 110), como si dijese: Su Justicia es terrible porque Su Santidad es infinita.
La Justicia de Dios es terrible y castiga con extremo rigor las faltas más leves.
La razón de ello es que estas faltas, aunque nos parezcan leves, no lo son de ninguna manera a los ojos de Dios.
El más mínimo pecado le desagrada infinitamente, y por la infinita Santidad que es ofendida, la más pequeña transgresión toma enormes proporciones, exigiendo una enorme expiación.
Esto es lo que explica la terrible severidad del castigo de la otra vida y lo que debe infundirnos un santo temor.
El miedo al Purgatorio es un miedo saludable: tiene el efecto de animarnos no solo con una compasión amorosa por las almas que sufren, sino también con el celo vigilante por nosotros mismos.
Pensad en el fuego del Purgatorio, y trataréis de evitar las más pequeñas faltas; pensad en el fuego del Purgatorio, y practicaréis la penitencia, para satisfacer la Justicia Divina en este mundo y no en el otro.
Pero tengamos cuidado con el miedo excesivo y no perdamos la confianza.
No olvidemos la Misericordia de Dios, que no es menos infinita que Su Justicia. Tu Misericordia, oh Señor, sobrepasa la altura de los cielos, dice el profeta (Salmo 107); y en otro lugar de la Escritura: El Señor está lleno de misericordia y clemencia, es paciente y pródigo en misericordia (Salmo 144).
Esta inefable Misericordia debe calmar nuestros excesivos temores y llenarnos de santa confianza, según estas palabras: In te Domine speravi, non confundar in aeternum, “he puesto mi confianza en ti, oh Dios mío, nunca seré confundido” (Salmo 70).
Si nos anima este doble sentimiento, si nuestra confianza en la Misericordia de Dios es igual a nuestro temor a Su Justicia, tendremos el verdadero espíritu de la devoción a los difuntos.
Ahora, este doble sentimiento se conjuga de forma natural en el dogma del Purgatorio; un dogma que contiene el doble misterio de la Justicia y de la Misericordia: la Justicia que castiga, la Misericordia que perdona.
Es desde esta doble perspectiva que consideraremos el Purgatorio e ilustraremos su doctrina.
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