Percibimos nuestra muerte como algo lejano, en algún futuro distante. Sin embargo, lo único cierto en la vida es que en algún momento llegará; incluso podría ser en el instante siguiente. A ese momento le seguirá nuestro juicio y luego la eternidad: bienaventurada en la Gloria o desdichada por siempre en el Infierno. En ese instante, ¿estaré en gracia de Dios o en pecado mortal? O, dicho con otras palabras: ¿me salvaré o me condenaré? Aquel que deja su conversión para el último momento, corre el gran peligro de condenarse.
DOMINGO VIGESIMOTERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
(Padre Pío, Capilla de San Pío X, 13 de noviembre de 2022)
Queridos fieles:
Nos hallamos en el Domingo Vigesimotercero después de Pentecostés y, con motivo
del Evangelio (1), quisiéramos hablar hoy de una de las postrimerías, a saber,
la Muerte, enfocándonos en el peligro grave que corremos de tener una mala
muerte, si diferimos nuestra conversión de día en día.
Primeramente, consideremos la tremenda realidad de la muerte.
Efectivamente, es un hecho incontestable de que todos hemos de morir. Por esto
la muerte es una de las postrimerías, pues es una de las cosas con que todo
mortal, tarde que temprano, se encontrará. Y así nos consta con absoluta
certeza que llegará un día que será el último, un momento que será el postrero,
al cual seguirá el juicio y luego la eternidad: bienaventurada en la Gloria o
desdichada por siempre en el Infierno…
Pero ese momento tremendo e inevitable de la Muerte, que sin duda llegará, está
rodeado de incertidumbre; en efecto, desconocemos las diversas circunstancias
que acompañarán a nuestra muerte: cuándo, cómo, dónde…
No sabemos cuándo moriremos. La muerte no perdona edad alguna: hay quienes
mueren a los inicios, a los pocos años de edad, en la tierna infancia; otros en
la adolescencia; otros en plena flor de la edad, en la juventud; otros en la
edad madura; otros en la vejez… ¿Cuándo moriré yo? ¿Cuánto tiempo me quedará de
vida? Sólo Dios lo sabe…
También desconocemos cómo será nuestra muerte, pues esta viene y llega en muy
variadas formas: un accidente de tránsito o del tipo que sea; un atraco,
sucumbir a manos de maleantes; una enfermedad larga y dolorosa o tal vez una
muerte repentina, imprevista, como un paro cardíaco; ¿estaré rodeado de mis
seres queridos o moriré solitario en una UCI? ¿Podré gozar de la visita del
sacerdote y ser confortado con los últimos Sacramentos o moriré privado de
ellos? Como podemos apreciar, ignoramos totalmente las circunstancias que
acompañarán nuestros últimos momentos.
Y, sin embargo, más nos debe apremiar que todas las cosas anteriores lo siguiente:
Cuando llegue el momento de mi muerte, ¿estaré en gracia de Dios o en pecado mortal? O, dicho con otras palabras: ¿me salvaré o me condenaré?
Esta pregunta todos debemos meditarla asiduamente. Y, de hecho, es de fácil respuesta. “¿Cómo así, Padre?”. Sí, es fácil saber qué será de nuestro destino eterno.
Dice la Sagrada Escritura: “Si un árbol cae hacia el mediodía o hacia el norte, en el lugar donde cayere, allí quedará (2)”. Ahora bien, el árbol cae del lado hacia donde está inclinado:
Por tanto, si estamos inclinados hacia Dios, al momento de “caer”, esto es, de llegar nuestra muerte, nos salvaremos. Si, por el contrario, estamos inclinados hacia el pecado al momento de morir, caeremos en el infierno; dicho con otras palabras, si vivo bien, en gracia de Dios habitualmente, me salvaré; si, por el contrario, vivo normalmente en pecado mortal, sin confesarme, o, a pesar de confesarme, cayendo una y otra vez siempre en los mismos pecados, es casi un hecho que me condenaré.
Veamos, pues, un poco más detenidamente esto último y por qué corremos gran riesgo de condenación, si diferimos nuestra conversión y dejamos que pasen los días sin efectuar ningún cambio notable en nuestras vidas.
Primeramente, comencemos afirmando claramente que aquel que deja su conversión para el
momento de la muerte se expone a riesgo gravísimo de condenarse y
lo más probable es que así sea.
Evidentemente, nadie quiere condenarse, nadie quiere perecer eternamente en el
fuego abrasador del Infierno, y sin embargo son muchos —muchísimos— los que
viven de manera tal que pareciera que lo que más quieren es eso: condenarse.
Y —ojo— no nos estamos refiriendo a los que no creen en Dios o que no poseen la Santa Fe Católica, sino a aquellos que dicen tenerla, que creen en Dios, en el juicio, en el Infierno, que saben que morir en pecado mortal implica la condenación eterna; y, sin embargo, viven mal, en pecado.
¿Qué es lo que ocurre? ¿Cómo puede ser que se dé tamaña contradicción entre lo que uno cree y lo que uno hace? Entre las diversas causas para ello, podemos nombrar —como una principal— el no pensar en la muerte o ponerla muy pero muy lejos, de manera que se la pierde de vista, junto con un vago pensamiento de enmendarse en el futuro.
Como decíamos recién, nadie se quiere condenar; entonces, el Enemigo de la raza humana propone una tentación muy ingeniosa, a saber, la ilusión en el pecador de que, antes de morir, se convertirá y salvará su alma, siendo así que el Espíritu Santo nos dice exactamente lo contrario.
En el Libro del Eclesiástico (5, 8-9) leemos: “No tardes en convertirte al Señor, ni lo difieras de un día para otro; porque de repente sobreviene su ira, y en el día de la venganza acabará contigo”.
Por tanto, como hemos dicho, el que difiere su conversión hasta el final, a no
ser que medie un milagro moral de la gracia —que no es lo usual—, se condenará
para toda la eternidad. Esta es la enseñanza de los Santos, de los teólogos, de
los Padres de la Iglesia.
Veamos por qué enseñan eso.
Primeramente, no sabemos cómo será nuestra muerte; si moriremos de muerte
repentina o no; y aun en el caso de que nuestra muerte no fuese súbita, no
tenemos ninguna certeza de que nos lograremos convertir verdaderamente a Dios
en los últimos momentos, por las siguientes razones:
En primer lugar, por el impedimento que constituye la misma enfermedad para darnos a los ejercicios de piedad y particularmente a los de la verdadera penitencia.
Efectivamente, las pasiones del alma tienen gran poder para llevar en pos de sí
el sentido y libre albedrío del hombre; por ejemplo, un gran arrebato de ira
puede llevar a alguien a cometer locuras, como por ejemplo un homicidio; o
también un miedo excesivo puede inducir a alguien a obrar de manera irracional.
Ahora bien, las pasiones de la tristeza tienen el mismo efecto en el alma e
incluso con mucha más fuerza que las pasiones asociadas a la alegría. De donde
podemos inferir que las pasiones y afectos del que está próximo a la muerte
—suceso sumamente triste—, que ve y siente que se acerca su fin, son las más
fuertes que uno puede sufrir.
Esto significa que el tal queda impedido en gran parte de hacer oración y actos debidos de piedad y penitencia, por razón de la fuerza y vehemencia de la tristeza, del desasosiego que le acongoja.
Pensémoslo bien; si cuando algún suceso nos atribula y aflige, dando gran
tristeza en nuestro corazón, nos cuesta un esfuerzo bárbaro rezar, ir a Misa,
hacer lectura espiritual, etc., ¿qué será tener encima las congojas de la
muerte?, ¿ver que todo se termina para uno y que ha de dejarlo todo: familia,
amigos, bienes, etc.?, ¿qué será añadir a esto los remordimientos de conciencia,
el recuerdo de los pecados cometidos, del tiempo perdido, de las gracias no
aprovechadas para nuestra salvación?
Y a esto hay que añadir el obstáculo que supone la enfermedad misma, los
dolores, los padecimientos físicos.
San Agustín enseña que la penitencia del enfermo es una penitencia enferma… Pensemos: cuando tenemos un dolor de cabeza medianamente fuerte, vaya si nos cuesta rezar el Santo Rosario, por ejemplo; y en general toda oración en ese estado se nos hace una carga insoportable.
¿Qué será entonces cuando el alma se ve rodeada por los dolores de la muerte; cuando la persona está tan débil que apenas puede moverse y pronunciar alguna palabra? ¿Será que en ese estado podrá hacer lo que nunca hizo antes, cuando estaba sano? ¿Será que podrá hacer ahí un buen examen de conciencia de los años transcurridos y confesar todos sus pecados con verdadero dolor y arrepentimiento? ¿Será que podrá orar con fervor a Dios que le ampare y perdone? ¿Será capaz de rezar el Santo Rosario, cosa que nunca hizo cuando poseía salud y vigor en sus miembros? Es una cosa tremenda.
En segundo lugar, la conversión en los últimos momentos es difícil por faltar verdadera voluntad en la penitencia.
Nos explicamos. La penitencia, la conversión de un alma, ha de ser verdaderamente voluntaria, nacida del corazón; pero la penitencia del que nunca se ocupó de su alma y pretende en la hora de la muerte hacerlo, más que voluntaria parece hecha por necesidad, por causa de lo apremiante de la situación. Más parece que el pecado deja el alma por la muerte, que el alma abandone el pecado.
Es parecido al caso de alguien que es asaltado y le colocan un puñal al pecho:
rogará, suplicará, prometerá, porque no le hundan la letal arma en su cuerpo. Lo
mismo acontece con el moribundo que tratamos: llorará, pedirá a Dios, prometerá
cambiar, etc., etc.; pero esto no procederá verdaderamente del corazón y de
amor a Dios, sino del terror y espanto que le causará el pensamiento de la Divina
Justicia y de la eternidad del Infierno. De hecho, cuántos que así se han comportado,
viéndose después sanos y fuera de peligro de muerte, siguieron con los mismos
pecados, como si no le hubiesen hecho promesas a Dios de dejarlos…
Y, finalmente, en tercer lugar, la costumbre de pecar dificulta la conversión en los últimos momentos.
Efectivamente, la mala costumbre o vicio que el pecador ha tenido, suele
acompañarlo, como la sombra al cuerpo, hasta la hora de la muerte; pues, como
suele enseñarse, la costumbre termina convirtiéndose como en otra naturaleza
que con muchísima dificultad se vence. Todo aquel que haya tenido algún vicio
del cual, gracias a Dios, haya logrado salir, entenderá lo que decimos; se
necesita una lucha tremenda y terrible para lograrlo.
Ahora bien, el moribundo que toda su vida no hizo sino pecar y añadir pecado al pecado y que, mientras estaba sano, aducía como excusa de su proceder que las
tentaciones eran demasiado fuertes, que le venían en gran número y que por eso
no podía ni era capaz de resistir, ¿cómo hará en sus últimos momentos para
realmente abominar y odiar el pecado con el cual vivió tan unido hasta ese
instante?
¿Cómo podrá entonces resistir los embates del Enemigo, el cual le acometerá de todas las maneras posibles, llenándolo de tentaciones, porque sabe que de allí depende todo?
Y si consideramos lo anteriormente dicho de la poca fuerza que tendrá el moribundo para rezar, para poder hacer actos virtuosos y de verdadera penitencia, ¿de dónde sacará fuerzas para arrancar el afecto que tiene al pecado que tan hondas raíces ha echado en su alma?
¡Cuántos aun en sus últimos momentos suman más pecados a los ya cometidos! ¡Cuántos, por ejemplo, han muerto en manos de las malas mujeres que perdidamente amaron!
Concluyendo, por tanto, queridos fieles, vemos el gravísimo peligro en que uno se coloca si uno deja la conversión para el momento de la muerte, si uno difiere de día en día la conversión.
Esta es una tentación, como ya indicamos, que el Demonio suele colocar en el alma. Él es quien sugiere el pensamiento de que, “si bien ahora estoy en pecado, después algún día saldré de él, haré penitencia, cambiaré totalmente de vida”. Y, mientras tanto, van pasando los días y nos vamos acercando a la Muerte con los mismos pecados, sin remediarlo…
Asimismo, entran aquí, como indicamos antes, todos aquellos que, si bien se confiesan con cierta frecuencia, siguen sin embargo cometiendo los mismos pecados mortales, sin lograr realmente enmendarse y cambiar.
Por tanto, el día de hoy meditemos sobre lo dicho y analicémonos. ¿Hace mucho no me confieso? ¿Y tengo pensado hacerlo pronto o me engaño
a mí mismo pensando que lo haré algún otro día, en el futuro? ¿Caigo y recaigo,
aun confesándome con frecuencia, siempre en los mismos pecados, sin tener una
verdadera enmienda y propósito firme de nunca más pecar? ¿Qué me pasaría si la
muerte me sorprendiese próximamente, en estos días, o tal vez hoy mismo?
Meditemos, pues, todas estas cosas y el día de hoy formemos la resolución y pidamos a Dios la gracia de convertirnos desde hoy, desde ahora; de cambiar ya de vida y de dejar el pecado; no lo dejemos para el último momento, porque no lo lograremos hacer.
Dios ahora nos da el tiempo para ello, aprovechémoslo; pues pretender hacerlo después y no ahora es burlarse de Dios y despreciar sus gracias.
Pidamos a María Santísima ruegue por nosotros y nos alcance la gracia de una
verdadera conversión, de la perseverancia final y de una buena muerte.
AVE MARÍA PURÍSIMA
(1) San Mateo 9, 18-26
(2) Eclesiastés 11,3
Nota del editor:
Es de vital importancia profundizar sobre "El verdadero sentido de la Muerte". Por ello ponemos a disposición la lectura del testimonio, “El Cielo es nuestro verdadero Hogar”, de un sacerdote que, mientras que experimentó la muerte de su cuerpo físico, conoció el Infierno, el Purgatorio y el Cielo.
Igualmente, ponemos a disposición, un libro maravilloso sobre el Dogma del Purgatorio.
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