La mujer muerta en el hospital se le apareció rodeada de llamas y le dijo: "¡Estoy condenada! y si no quieres ser como yo, sal de este lugar de infamia y vuelve a Dios”.
(Esta página está pendiente de una revisión final, la cual se hará a la mayor brevedad posible. La publicamos sin embargo en su estado actual, para que ayude desde ya a la salvación de la mayor cantidad posible de almas)
He aquí un tercer hecho contado por EL MISMO ESCRITOR. En el año 1873, escribe, pocos días antes de la Asunción, tuvo lugar otra de esas apariciones de ultratumba, que tan eficazmente corroboran la verdad del sepulcro.
Fue en Roma. Una casa de citas, abierta en esta ciudad desde la invasión piamontesa, estaba situada cerca de la estación de policía. Una de las mujeres malas que vivía allí se había lesionado la mano y tuvo que ser llevada al Hospital de la Consolación. O bien su sangre, contaminada por la mala conducta, habría provocado la degeneración de la herida, o bien, debido a una complicación inesperada, murió repentinamente durante la noche.
Al mismo tiempo, una de sus compañeras, que no tenía ni idea de lo que acababa de ocurrir en el hospital, comenzó a gritar desesperada, hasta el punto de despertar a los habitantes del barrio, agitando a las miserables criaturas de la casa y provocando la intervención de la policía. La mujer muerta en el hospital se le apareció rodeada de llamas y le dijo: "¡Estoy condenada! y si no quieres ser como yo, sal de este lugar de infamia y vuelve a Dios”.
Nada pudo calmar la desesperación de esta muchacha, que, al amanecer, se alejó dejando toda la casa en estado de estupor, sobre todo en cuanto se supo que su compañera del hospital había muerto.
Mientras tanto, la dueña del lugar, una exaltada revolucionaria, conocida como tal entre sus hermanos y amigos, cayó enferma. Pronto pidió un sacerdote para recibir los sacramentos. La autoridad eclesiástica delegó para ello a un digno prelado, Mons. Sirolli, párroco de la parroquia de San Salvatore in Lauro.
Éste, investido con instrucciones especiales, se presentó y exigió a la enferma, en presencia de varios testigos, la retractación total y completa de su blasfemia contra el Sumo Pontífice, y el cese de la infame industria que ejercía. La pobre mujer lo hizo sin vacilar, aceptó purificar su casa, confesó y recibió el Santo Viático con grandes sentimientos de arrepentimiento y humildad.
Sintiéndose morir, suplicó con lágrimas al buen párroco que no la abandonara, temiendo estar todavía en medio de la aparición de esta mujer condenada. Monseñor Simili, incapaz de satisfacerla por la inconveniencia de pasar la noche en un lugar así, pidió dos agentes a la policía, que acudieron, cerraron la casa y permanecieron allí hasta que la moribunda expiró.
Toda Roma conoció pronto los detalles de estos trágicos acontecimientos. Como siempre, los impíos y los libertinos se burlaban de ellos, evitando indagar; los buenos se aprovechaban de ello para ser mejores y más fieles a sus deberes.
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