Al borde del pozo del abismo, donde vi a las almas malditas caer en el fuego eterno, tan apresuradas como granos de trigo, arrojadas bajo una piedra de molino girando sin tregua; el abismo infernal era como uno de esos hornos de cal, donde a veces, la llama queda como sofocada bajo el montón de material que se arroja en él, pero para volver a surgir, alimentándose de él, con más espantosa violencia.
(Esta página está pendiente de una revisión final, la cual se hará a la mayor brevedad posible. La publicamos sin embargo en su estado actual, para que ayude desde ya a la salvación de la mayor cantidad posible de almas)
El 1 de agosto de 1645, ANTONIO PEREYRA, hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, murió en el colegio de Évora, en Portugal, en olor de santidad. Su historia es quizás la más extraña en los anales de esta Compañía. En 1599, cinco años después de haber entrado en el noviciado, le sobrevino una enfermedad mortal en la isla de S. Miguel, una de las Azores; y poco después de haber recibido los últimos sacramentos, ante los ojos de toda la comunidad que asistía a su agonía, pareció abandonar el alma, y pronto quedó frío como un cadáver.
Solo la aparición casi imperceptible de un leve latido del corazón impidió que lo enterraran en el acto. Así que lo dejaron tres días enteros en su lecho de muerte, y ya en su cuerpo había signos de descomposición, cuando de repente, al cuarto día, abrió los ojos, respiró y habló. Tuvo entonces que contar por obediencia a su superior, el P. Luis Pinheyro, todo lo que había sucedido desde el último trance de su agonía; y he aquí un resumen del informe que escribió de su puño y letra:
"En primer lugar vi -dijo- desde mi lecho de muerte, a mi padre San Ignacio, acompañado de algunos de nuestros Padres del cielo, que venían a visitar a sus hijos enfermos, buscando a los que parecían dignos de ser ofrecidos por él y sus compañeros a Nuestro Señor. Cuando estuvo cerca de mí, pensé por un momento que me llevaría, y mi corazón tembló de alegría; pero pronto me señaló lo que debía corregir antes de obtener tan gran felicidad.”
Entonces, sin embargo, por una misteriosa disposición de la Providencia, el alma del Hno. Pereyra se desprendió momentáneamente de su cuerpo; e inmediatamente la visión de una horrible tropa de demonios que se precipitaba hacia ella la llenó de pavor. Pero al mismo tiempo su ángel de la guarda, y S. Antonio de Padua, su paisano y patrón, bajando del cielo, puso en fuga a sus enemigos, y le invitó a venir en su compañía, a vislumbrar y saborear por un momento, algo de las alegrías y las penas de la eternidad.
Y añadió: "Me llevaron a su vez a un lugar de delicias, donde me mostraron una corona de gloria incomparable, pero que aún no había merecido; luego, al borde del pozo del abismo, donde vi a las almas malditas caer en el fuego eterno, tan apresuradas como granos de trigo, arrojadas bajo una piedra de molino girando sin tregua; el abismo infernal era como uno de esos hornos de cal, donde a veces, la llama queda como sofocada bajo el montón de material que se arroja en él, pero para volver a surgir, alimentándose de él, con más espantosa violencia".
Desde allí, Antonio Pereyra fue llevado al tribunal del Soberano Juez y condenado al fuego del purgatorio; y nada, asegura, puede hacernos comprender lo que soportamos aquí abajo, ni el estado de angustia en que nos vemos reducidos por el deseo y el retraso del goce de Dios y de su bendita presencia.
Así, cuando su alma se había reunido de nuevo con su cuerpo por orden de Nuestro Señor, ni las nuevas torturas de la enfermedad, que duró seis meses, para hacer caer en jirones su carne con la ayuda diaria del hierro y del fuego, su carne irremediablemente atacada por la corrupción de aquella primera muerte.
Ni las espantosas penitencias que nunca dejó de cumplir, en la medida en que la obediencia se lo permitió, durante los cuarenta y seis años de su nueva vida, pudieron saciar su sed de dolor y expiación. “Todo esto -dijo- no es nada comparado con lo que la infinita justicia y misericordia de Dios me han hecho no sólo ver, sino soportar."
Finalmente, como auténtico sello de tantas maravillas, el hermano Pereyra descubrió con detalle a su superior los secretos de los planes de la Providencia para la futura restauración del reino de Portugal, aún a medio siglo de distancia. Pero podemos añadir sin miedo que la garantía más incuestionable de todas estas maravillas fue la sorprendente santidad a la que Antonio Pereyra nunca dejó de ascender.
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