La Caridad, la Misericordia, la Benevolencia, ya sea hacia los pobres, los pecadores, los enemigos y los que nos hacen daño, o hacia los difuntos tan necesitados, harán que encontremos Misericordia ante el Tribunal del Juez Soberano.
SEGUNDA PARTE
Acabamos de ver el primer medio para evitar el Purgatorio: una tierna devoción a María.
La segunda vía consiste en la Caridad y las Obras de Misericordia en todas sus formas.
- Se le perdonan muchos pecados -dice el Salvador hablando de María Magdalena- porque ha amado mucho.
- Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán Misericordia.
- No juzgues, y no serás juzgado; no condenes, y no serás condenado; perdona, y serás perdonado.
- Si perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial os perdonará también vuestros pecados.
- Dad a todo el que os pida; dad, y se os dará; porque la misma medida que usasteis para con los demás se usará con vosotros.
- Haz amigos con las riquezas de la iniquidad, para que cuando dejes este mundo te reciban en los Tabernáculos Eternos.
- Y el Espíritu Santo dice por boca del Rey Profeta: Dichoso el que se ocupa del pobre y del necesitado; en el día malo el Señor lo librará.
Todas estos pasajes de la Escritura indican claramente que la Caridad, la Misericordia, la Benevolencia, ya sea hacia los pobres, los pecadores, los enemigos y los que nos hacen daño, o hacia los difuntos tan necesitados, harán que encontremos Misericordia ante el Tribunal del Juez Soberano.
Los ricos de este mundo tienen mucho que temer: "Ay de vosotros, ricos -dice el Hijo de Dios-, porque tenéis vuestro consuelo. Ay de vosotros, que estáis saciados, porque tendréis hambre. Ay de los que ahora ríen, porque gemirán y llorarán.
Estas palabras de Dios deberían ciertamente hacer temblar a las personas que creen haber logrado la felicidad en este mundo.
Sin embargo, si lo desean, dichas personas tienen en su propia riqueza un gran recurso de salvación: pueden redimir sus pecados y sus terribles deudas haciendo generosas limosnas.
“Que mi consejo os sea agradable, oh rey, dice Daniel al orgulloso Nabucodonosor; redimid vuestros pecados con la limosna, y vuestras iniquidades con la misericordia hacia los pobres”.
“Porque la limosna -dijo Tobías a su hijo- libra de todo pecado y de la muerte, y no deja que el alma entre en las tinieblas. La limosna será una gran confianza ante el Dios Altísimo para todos los que la dan”.
El Salvador confirma todo esto, y va casi más allá, cuando les dice a los fariseos: “Sin embargo, dad limosna de lo que tenéis, y todo será limpio para vosotros”.
¡Qué locura es pues, la de los ricos que tienen en sus manos un medio tan fácil de asegurar su futuro y no piensan en utilizarlo! ¡Qué locura es no hacer buen uso de una fortuna de la que deben dar cuenta a Dios!
¡Qué insensatez es ir a arder en el Infierno o en el Purgatorio, con tal de dejar una fortuna a unos herederos codiciosos e ingratos, que quizá no ofrecerán por el difunto ni una oración, ni una lágrima, ni siquiera un recuerdo!
Están mejor encaminados aquellos cristianos que comprenden que ante Dios, solo son dispensadores de los bienes que han recibido de Él, aquellos que solo piensan en disponer de dichos bienes según los designios de Jesucristo - a quien tendrán que dar cuenta-, aquellos que en últimas los utilizan para ganar amigos, defensores y protectores en la Eternidad.
Esto es lo que relata San Pedro Damián en uno de sus opúsculos.
Un señor romano llamado Juan Patrizzi acababa de morir. Su vida, aunque cristiana, había sido como la de la mayoría de los ricos, muy diferente a la del Divino Maestro, la cual fue pobre, sufriente, coronada de espinas. Pero, afortunadamente, había mostrado una gran caridad con los necesitados, despojándose a veces de sus ropas para cubrirlos.
Pocos días después de la muerte de Juan, un santo sacerdote, mientras oraba, fue arrebatado en el espíritu y transportado a la Basílica de Santa Cecilia, una de las más famosas de Roma. Allí vio a un grupo de vírgenes celestiales, Santa Cecilia, Santa Inés, Santa Águeda y varias más, que se reunían en torno a un magnífico trono en el que estaba sentada la Reina del Cielo rodeada de una numerosa corte de ángeles y beatas.
En ese momento apareció una pobre mujercita, vestida con una túnica raída, pero con una piel muy valiosa sobre los hombros. Se puso humildemente a los pies de la Reina Celestial, juntando las manos, con los ojos llenos de lágrimas, y dijo con un suspiro: "Madre de las Misericordias, en nombre de tu Inefable Bondad, te ruego que te apiades del infortunado Juan Patrizzi, quien acaba de morir y sufre cruelmente en el Purgatorio.
Tres veces repitió la misma oración, cada vez con mayor fervor, pero sin recibir respuesta alguna. Finalmente, alzando de nuevo la voz, añadió: "Sabes muy bien, oh Reina Misericordiosa, que soy aquella mendiga que, a la puerta de tu gran basílica, pidió limosna en pleno invierno, sin más ropa que un miserable harapo. ¡Oh, cómo estaba temblando de frío! Fue entonces cuando Juan, al oírme implorando en tu nombre, se quitó esta preciosa piel de sus hombros y me la entregó para que yo me cubriese. Oh Santísima Madre, ¿no merece esta gran caridad hecha en tu nombre, alguna indulgencia?"
Ante esta conmovedora petición, la Reina del Cielo lanzó una mirada cariñosa a la suplicante. “El hombre por el que rezas -respondió ella- está condenado por mucho tiempo a duros sufrimientos a causa de sus muchos pecados. Pero como tenía dos virtudes especiales, la misericordia hacia los pobres y la devoción a mis altares, quiero mostrarme condescendiente en su favor”.
Ante estas palabras, toda la Santa Asamblea expresó su alegría y gratitud a la Madre de la Misericordia.
Entonces, Patrizzi fue traído. Estaba pálido, desfigurado y cargado de cadenas que le desgarraban sus miembros. La Virgen lo miró por un momento con tierna compasión, y luego ordenó que le quitaran las cadenas y le dieran las Vestiduras de Gloria, para que pudiese unirse a los santos y beatos que rodeaban su trono.
Esta orden se cumplió inmediatamente, y todo desapareció.
El santo sacerdote que había gozado de esta visión, a partir de ese momento, no dejó de predicar la clemencia de la Santísima Virgen hacia las pobres almas sufrientes, especialmente las que habían tenido gran devoción a su culto y gran caridad hacia los pobres.
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