Pensar en el Purgatorio es pensar en las penas de la otra vida. Es recordar que todo pecado requiere expiación, ya sea en esta vida o en la otra. El libro La Imitación de Cristo, nos lo recuerda: <<Es mejor erradicar nuestros vicios ahora y expiar nuestros pecados aquí, que aplazar su expiación en la otra vida>>.
SEGUNDA PARTE
Además de las ventajas que acabamos de considerar, la caridad hacia los difuntos es especialmente benéfica para quienes la practican, porque les inspira fervor en el servicio de Dios y también los pensamientos más santos.
Pensar en el Purgatorio es pensar en las penas de la otra vida. Es recordar que todo pecado requiere expiación, ya sea en esta vida o en la otra.
Ahora bien, ¿quién no entiende que es mejor expiar los pecados aquí, ya que los castigos futuros son muy terribles?
Una voz parece salir del Purgatorio y citarnos esta frase del libro La Imitación de Cristo: <<Es mejor erradicar nuestros vicios ahora y expiar nuestros pecados aquí, que aplazar su expiación en la otra vida>>.
Recordamos también esta otra cita que se lee en el mismo capítulo: <<Allí, una hora de tormento, será más terrible que cien años de la más amarga y rigurosa penitencia aquí>>.
Entonces, penetrados por un temor saludable, sufrimos de buen grado las penas de la vida presente, y le decimos a Dios junto con San Agustín y San Luis Beltrán: Domine, hic ure, hic seca, hic non parcas, ut in œternum parcas: <<Señor, aplica el hierro y el fuego aquí abajo, no me disminuyas el sufrimiento en esta vida, para que me lo disminuyas en la otra>> .
El cristiano, lleno de estos pensamientos, considera las tribulaciones de la vida presente, y en particular los sufrimientos - a veces muy dolorosos como los de la enfermedad - como un purgatorio en la Tierra, el cual puede llegar a eximirle del Purgatorio después de la muerte.
El 6 de enero de 1676, el siervo de Dios, Gaspar Lorenzo, hermano coadjutor de la Compañía de Jesús y conserje de la casa profesa de este Instituto, murió en Lisboa a la edad de setenta y nueve años. Estaba lleno de caridad con los pobres y con las almas del Purgatorio; se dedicaba desinteresadamente al servicio de los desafortunados. Les enseñaba maravillosamente a bendecir a Dios por la miseria que les iba a ganar el Cielo.
Él mismo estaba tan penetrado por la felicidad de sufrir por Nuestro Señor, que se crucificaba casi sin medida y aumentaba sus sacrificios en la víspera de los días de Comunión.
A los setenta y ocho años, no aceptaba suavizar los ayunos y las abstinencias prescritos por la Iglesia, y no dejaba pasar un día sin flagelarse al menos dos veces. Incluso en su última enfermedad, el Hermano enfermero comprobó que la misma proximidad de la muerte no le hacía abandonar su cilicio; ¡tanto deseaba morir en la Cruz!
Tan solo el dolor de su agonía, la cual fue cruel, debiera haberle sustituido la más dura de las penitencias. Ante la pregunta de si sufría mucho, él respondía con aire radiante: "Estoy haciendo mi Purgatorio antes de partir hacia el Cielo".
El Hermano Lorenzo había nacido el día de la Epifanía y Nuestro Señor le había revelado que ese hermoso día debía ser también el de su muerte. Incluso, él señaló la hora de su muerte la noche anterior. Cuando el enfermero le visitó hacia el amanecer, le dijo con una sonrisa burlona: "¿No es hoy Hermano, cuando piensas ir a disfrutar de la presencia de Dios?” - “Sí -respondió-, tan pronto como haya recibido el Cuerpo de mi Salvador por última vez”.
En efecto, el Hermano Lorenzo recibió la Sagrada Comunión, y apenas comenzó su acción de gracias, expiró sin esfuerzo ni agonía.
Por ello, hay muchas razones para creer que él habló con un conocimiento sobrenatural de la Verdad cuando dijo: "Estoy haciendo mi Purgatorio antes de dejar este mundo".
Otro siervo de Dios recibió de la Santísima Virgen la seguridad de que los sufrimientos terrenales le sustituirían su permanencia en el Purgatorio. Hablo del Padre Michel de la Fontaine, quien durmió el Sueño de los Justos el 11 de febrero de 1606 en Valencia, España.
Fue uno de los primeros misioneros que trabajó por la Salvación de las Almas en los pueblos del Perú. Su mayor cuidado al instruir a los nuevos conversos era inspirarles un soberano horror al pecado y conducirlos a la devoción de la Madre de Dios, hablándoles de las Virtudes de la Virgen Santísima y enseñándoles a rezar el Santo Rosario.
Por su parte, la Santísima Virgen María no le negó sus favores.
Un día en que, agotado por la fatiga, estaba tendido sobre el suelo polvoriento, sin fuerzas para levantarse, recibió la visita de Aquella a quien la Iglesia llama con razón, la Consoladora de los Afligidos. Ella revivió su valor diciéndole: <<Confianza, hijo mío. Tus trabajos sustituirán tu permanencia en el Purgatorio. Soporta tus penas santamente y al final de esta vida, tu alma será recibida en la Morada de los Bienaventurados>>.
Esta visión fue para el Padre de la Fontaine, durante el resto de su vida y especialmente en el momento de su muerte, una abundante fuente de consuelo.
En reconocimiento a este favor, practicaba cada semana alguna penitencia extraordinaria. En el momento de su expiración, un religioso de eminente virtud vio su alma ascender al Cielo, en compañía de la Santísima Virgen, el Príncipe de los Apóstoles, San Juan Evangelista y San Ignacio, fundador de la Compañía de Jesús.
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