"Sí, dijo el gobernador; veo una procesión de difuntos que salen de sus tumbas hacia la Iglesia. Probablemente se trate de las recientes víctimas de la peste, quienes nos hacen saber que necesitan de nuestras oraciones".
SEGUNDA PARTE
El Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, quien era igualmente devoto de las almas, fue recompensado con varias apariciones, que se conocen por el testimonio incuestionable del propio ilustre Doctor.
Ofrecía especialmente sus oraciones y sacrificios a Dios, por los difuntos que había conocido o que eran sus parientes.
Cuando era profesor de Teología en la Universidad de París, perdió una hermana, quien murió en el monasterio de Santa María de Capua, del que era abadesa.
Tan pronto el santo se enteró de su fallecimiento, encomendó fervientemente su alma a Dios. Pocos días después dicha alma se le apareció, rogándole que se apiadara de ella, que continuara y redoblara sus sufragios porque estaba sufriendo cruelmente en las llamas del Purgatorio.
Tomás se apresuró a ofrecer a Dios todas las expiaciones que estaban a su alcance, y además le solicitó a varios de sus amigos que ayudaran con sufragios caritativos. Así obtuvo la liberación de su hermana, quien vino a comunicárselo ella misma.
Estando en Roma, a donde había sido enviado poco después por sus superiores, el alma de su hermana se le apareció, pero esta vez exhibiendo todo el esplendor del Triunfo y la Alegría. Le dijo que sus oraciones por ella habían sido escuchadas, que había sido liberada de todo sufrimiento y que iba a descansar en el Seno de Dios por toda la Eternidad.
Acostumbrado a los hechos sobrenaturales, el santo no temió preguntarle al alma de su hermana qué había sucedido con sus dos hermanos, Arnulfo y Landolfo, también fallecidos desde hacía tiempo.
“Arnulfo está en el cielo -respondió ella - y goza de un alto grado de Gloria por haber defendido a la Iglesia y al Soberano Pontífice contra las impías agresiones del emperador Federico. En cuanto a Landolfo, sigue en el Purgatorio, donde sufre mucho y necesita ayuda. En cuanto a ti, mi querido hermano -añadió-, te espera un magnífico lugar en el Paraíso como recompensa por todo lo que has hecho por la Iglesia; apresúrate en dar los últimos toques a las diversas obras que has emprendido, pues pronto te unirás a nosotros”.
La historia registra que el santo Doctor no vivió mucho tiempo después.
En otra ocasión, el mismo santo, mientras rezaba en la iglesia de Santo Domingo en Nápoles, vio acercarse al Hermano Román, quien le había sucedido en la cátedra de Teología en París.
El Santo pensó al principio que el Hermano acababa de llegar de París, pues no sabía que estaba muerto. Por ello se levantó, fue a su encuentro y lo saludó, preguntándole por su salud y por el motivo de su viaje.
“Ya no hago parte de este mundo -dijo el religioso sonriendo-, y por la Misericordia de Dios ya estoy en posesión del Bien Soberano. He venido por orden Suya para animaros en vuestro trabajo”.
"¿Me encuentro en estado de gracia?", preguntó inmediatamente Tomás. – “Sí, Hermano mío, y tus obras son muy agradables a Dios”.
"Y tú, ¿tuviste que pasar por el Purgatorio?” - "Sí, durante quince días, por varias infidelidades que no había expiado suficientemente en vida".
Tomás, siempre pendiente de saber más acerca de temas teológicos, quiso aprovechar la ocasión para aclarar el misterio de la Visión Beatífica. Sin embargo, el Hermano solo le respondió con este versículo del Salmo 47: Sicut audivimus, bic vidimus in civitate Dei nostri; <<Lo que habíamos aprendido por la fe, lo hemos visto con nuestros ojos en la Ciudad de nuestro Dios>>.
Dichas estas palabras, la aparición se desvaneció, dejando al angélico Doctor con un ardiente deseo por los Bienes Eternos.
Más recientemente, en el siglo XVI, un favor del mismo tipo, quizás más impresionante, fue concedido a una persona con un gran celo por las almas del Purgatorio; se trata del venerable Gracián Ponzoni, arcipreste de Arona, amigo personal de San Carlos Borromeo.
El venerable Ponzoni se interesó toda su vida por el alivio de las almas. Durante la famosa peste que cobró tantas víctimas en la diócesis de Milán, Ponzoni, no contento con multiplicarse para administrar los Sacramentos a los contagiados por la enfermedad, no dudó en convertirse en sepulturero. Él mismo enterraba los cadáveres, pues el miedo había paralizado a las gentes y nadie se atrevía a asumir esta dura tarea.
Sobre todo, había asistido en el momento de la muerte, con gran celo apostólico y caridad, a un gran número de habitantes de Arona, y los había enterrado debidamente en el cementerio próximo a su iglesia de Santa María.
Un día, después del servicio de las Vísperas, al pasar por dicho cementerio, acompañado por don Alfonso Sánchez, entonces gobernador de Arona, se detuvo de repente, impresionado por una visión extraordinaria. Temiendo ser víctima de una alucinación, se dirigió a don Alfonso y le preguntó: "Señor, ¿está usted viendo el mismo espectáculo que tengo ante mis ojos?"
"Sí", dijo el gobernador, quien se había detenido por causa de la misma visión. "Veo una procesión de difuntos que salen de sus tumbas hacia la Iglesia; y confieso que antes de que me lo preguntara ya me había percatado y apenas podía creer lo que veían mis ojos.
Habiendo confirmado que la visión era real, el arcipreste añadió: "Probablemente se trate de las recientes víctimas de la peste, quienes nos hacen saber que necesitan de nuestras oraciones”.
Inmediatamente hizo sonar las campanas y convocó a los feligreses para el día siguiente, a un servicio solemne por los difuntos.
Aquí estamos ante dos personas cuyo elevado espíritu, las hace estar en guardia contra los engaños de falsas visiones, y que sin embargo quedan impactadas con lo que están viendo. Deciden aceptarla como verdadera luego de haber constatado que ambas están observando el mismo fenómeno.
Por lo tanto, aquí no cabe la menor duda de que no se trata de una alucinación, y toda persona seria debe admitir la realidad de un hecho sobrenatural avalado por esa calidad de testigos.
Tampoco hay forma de cuestionar con argumentos razonables las apariciones respaldadas por el testimonio de un santo como Tomás de Aquino, y que fueron citadas anteriormente.
Añadamos que también debemos cuidarnos de rechazar con ligereza otros hechos de la misma índole, siempre que estén atestiguados por personas de reconocida santidad y que sean dignas de fe.
Se requiere prudencia, pero una prudencia cristiana, alejada tanto de una credulidad ciega, como de ese espíritu en extremo incrédulo que Jesucristo reprochó a uno de sus apóstoles: Noli esse incredulus, sed fidelis, no seas incrédulo, sino creyente.
Monseñor Languet, obispo de Soissons, hace la misma observación sobre una circunstancia que él relata en su libro, Vida de la beata Margarita Alacoque.
Dice: "La señorita Billet, esposa del médico de la Casa, es decir, del convento de Paray donde residía la beata, había muerto. El alma de la difunta se le apareció a la sierva de Dios para pedirle oración. Al mismo tiempo le pidió que advirtiese a su marido acerca de dos asuntos secretos, que concernían a la Justicia y a su Salvación.
La Hermana Margarita informó a la Madre Greffier, su superiora, sobre la visión que había tenido. La superiora se rió de la visión y de quien se la había comunicado. Le impuso a Margarita que guardara silencio y le prohibió decir o hacer nada acerca de lo que se le había pedido.
La humilde monja obedeció con sencillez, y con la misma sencillez, informó a la Madre Greffier de una segunda petición que le había hecho la difunta unos días después, y que la superiora volvió a desestimar.
Pero a la noche siguiente, la superiora misma fue perturbada por un ruido tan horrible que se había escuchado en su habitación, que pensó que moriría de miedo. Pidió ayuda a las Hermanas y esta llegó justo en el momento en que se iba a desmayar.
Cuando volvió en sí, se reprochó de su incredulidad y le transmitió al médico el mensaje que su difunta esposa le había enviado a través de la Hermana Margarita.
El médico reconoció que las advertencias habían venido de Dios, y las aprovechó. En cuanto a la Madre Greffier, aprendió de la experiencia vivida que si la desconfianza suele ser el camino más prudente, no hay tampoco que llevarla al extremo, sobre todo cuando puede estar en juego la Gloria de Dios y el bien del prójimo.
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