Lo que es más importante y más fácil de entender aquí, es el aprendizaje que se desprende de esta historia: nos enseña que incluso la más mínima caridad hacia los miembros de la Iglesia Purgante, es preciosa ante Dios, y nos atrae milagros de Misericordia.
SEGUNDA PARTE
Para demostrar que las almas del Purgatorio muestran su gratitud incluso mediante beneficios temporales, el padre Rossignoli relata un hecho ocurrido en Nápoles, que tiene cierta analogía con el que acabamos de leer.
Si no todos pueden ofrecer a Dios la rica limosna de Judas Macabeo - quien envió a Jerusalén doce mil dracmas de plata para que fuesen ofrecidos sacrificios y oraciones por los difuntos - son muy pocos los que no pueden dar al menos el ofrecimiento de la viuda pobre del Evangelio, alabado por Nuestro Señor mismo.
Ella solo dio dos óbolos, pero, dijo Jesús: “Esos dos óbolos valen más que todo el oro de los ricos, porque en su pobreza ella dio lo que necesitaba para vivir”.
Este conmovedor ejemplo fue seguido por una humilde mujer napolitana, que pasaba las mayores dificultades para sostener a su familia. Los recursos de la casa se limitaban al salario diario de su marido, quien traía el fruto de su trabajo cada tarde.
Por desgracia, llegó el día en que este pobre padre de familia fue encarcelado por cuenta de deudas, de modo que toda la subsistencia de la familia había quedado en manos de la desdichada madre.
A ella no le quedaba más que su confianza en Dios. Rezó con fe a la Divina Providencia para que acudiera en su ayuda, y especialmente para que liberara a su marido, quien padecía en la cárcel sin más delito que su indigencia.
Acudió a un rico y benévolo señor, le explicó su triste situación y le rogó con lágrimas que la ayudara.
Dios permitió que solo recibiera una pequeña limosna, un pug, una moneda local que valía poco menos que cincuenta céntimos.
Desolada, entró en una iglesia para suplicar al Dios de los Necesitados que la socorriera en su angustia, ya que no tenía otro apoyo en la Tierra.
Estaba inmersa en su oración y en sus lágrimas, cuando, por una inspiración, sin duda de su ángel de la guarda, le vino la idea de invocar su situación ante las almas del Purgatorio; ella había escuchado que estas padecían muchos sufrimientos y que profesaban gratitud hacia los que las socorrían.
Llena de confianza, entró en la sacristía, ofreció su pequeña moneda y pidió una Misa de difuntos. Un buen sacerdote que se encontraba allí, se apresuró en complacerla y subió al Altar. Entonces, la pobre mujer, postrada en el piso, asistió al Santo Sacrificio y ofreció sus oraciones por los difuntos.
Se marchó consolada, como si le hubieran asegurado que Dios había respondido a su oración.
Caminando por las abarrotadas calles de Nápoles, se le acercó un venerable anciano, que le preguntó de dónde venía y para dónde iba. La desafortunada mujer explicó su angustia y el uso que había hecho de la modesta limosna que le habían dado. El anciano se mostró muy conmovido por su miseria, le dirigió palabras de ánimo y le entregó una nota sellada con órdenes de que la llevara en su nombre a un caballero que él había designado; después se marchó.
La mujer no tenía más prisa que llevar la nota al caballero designado. Este último, al abrir el papel, se sintió agitado y a punto de desmayarse: reconoció la letra de su padre, quien había fallecido tiempo atrás.
"¿Y de dónde viene esta carta?”, preguntó el caballero. “Señor -respondió la mujer-, proviene de un anciano caritativo que se me acercó en la calle. Le conté mi angustia y me dijo que acudiera a usted en su nombre para entregarle esta nota; después se marchó. En cuanto a los rasgos de su cara, eran muy parecidos a los de la foto que usted tiene encima de la puerta”.
Cada vez más impresionado por lo sucedido, el caballero tomó la nota y la leyó en voz alta: "Hijo mío, tu padre acaba de salir del Purgatorio, gracias a una Misa que la portadora de esta carta hizo celebrar esta mañana. Ella está muy necesitada y te la recomiendo”.
- El caballero, leyó y releyó esas líneas, escritas por una mano tan querida para él, por un padre que ahora se encontraba entre los Elegidos.
Lágrimas de felicidad inundaron su rostro y volviéndose a la mujer, le dijo: "Pobre madre, con una pequeña limosna usted ha asegurado la Dicha Eterna de quien me dio la vida. Quiero, a mi vez, asegurar su felicidad temporal. Me ocuparé de todas las necesidades suyas y de su familia".
¡Qué alegría para este caballero, qué alegría para esta mujer! Hubiera sido difícil decir quién experimentaba mayor felicidad.
Lo que es más importante y más fácil de entender aquí, es el aprendizaje que se desprende de esta historia: nos enseña que incluso la más mínima caridad hacia los miembros de la Iglesia Purgante, es preciosa ante Dios, y nos atrae milagros de Misericordia.
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