En Defensa de la Fe


Razones para ayudar a las almas del Purgatorio - Obligación no solo de caridad sino también de justicia - Legados piadosos - El Padre Rossignoli y la propiedad devastada - Tomás de Cantimpré y el soldado de Carlomagno

"Infeliz, te olvidaste de mi alma. Violaste la sagrada promesa que hiciste en mi lecho de muerte. ¿Dónde están las Santas Misas que debías ofrecer, dónde están las limosnas que debías repartir a los pobres como expiación por mi alma? Por tu negligencia culposa, he sufrido tormentos indecibles en el Purgatorio".






Violaste la sagrada promesa que hiciste en mi lecho de muerte. ¿Dónde están las Santas Misas que debías ofrecer, dónde están las limosnas que debías repartir a los pobres como expiación por mi alma?"Infeliz, te olvidaste de mi alma. Violaste la sagrada promesa que hiciste en mi lecho de muerte. ¿Dónde están las Santas Misas que debías ofrecer, dónde están las limosnas que debías repartir a los pobres como expiación por mi alma? Por tu negligencia culposa, he sufrido tormentos indecibles en el Purgatorio".





SEGUNDA PARTE



Capítulo 40 - Razones para ayudar a las almas - Obligación no solo de caridad sino también de justicia - Legados piadosos - El Padre Rossignoli y la propiedad devastada - Tomás de Cantimpré y el soldado de Carlomagno

Acabamos de considerar la devoción a las almas como una obra de caridad.

 

Como hemos dicho, la oración por los difuntos es una obra santa porque es un ejercicio sublime, de la más sublime de las virtudes, la Caridad.

 

La caridad hacia los muertos no es meramente facultativa y como si fuese simplemente aconsejable. Es por el contrario un precepto, no inferior a la limosna que debemos dar a los pobres.

 

Así como hay una obligación general de caridad en relación con las limosnas corporales, así también, y con mayor razón, estamos obligados por la Ley General de la Caridad a asistir a nuestros hermanos que sufren en el Purgatorio.

 

A esta obligación de caridad viene a añadirse a menudo una obligación de estricta justicia.

 

Cuando un moribundo expresa su última voluntad en materia de obras piadosas, ya sea de forma oral o por disposición testamentaria, cuando encarga a sus herederos que celebren tantas Misas, que repartan tantas limosnas para cualquier obra buena, los herederos están obligados en estricta justicia, desde el momento en que reciben la herencia, a cumplir con todos los encargos y a pagar sin demora los legados piadosos establecidos por el difunto.

 

Este deber de justicia es tanto más sagrado cuanto que los legados piadosos no suelen ser más que restituciones disfrazadas.

 

Pero, ¿qué nos muestra la experiencia cotidiana? ¿Es con celo, con cuidado religioso, que uno se apresura a cumplir con todos los encargos piadosos que conciernen al alma del difunto?

 

¡Ay! Lo contrario es en efecto lo que ocurre todos los días ante nuestros ojos: una familia, que acaba de entrar en posesión de una fortuna a veces considerable, malbaratará los pocos sufragios que el desafortunado difunto se había reservado. Y, si las sutilezas del derecho civil se prestan a ello, no se avergonzarán en hacer anular un testamento, con el pretexto de que han apelado al recurso de captación, para liberarse de la obligación de cumplir con los legados piadosos.

 

No en vano el autor de la Imitación nos advierte de que hagamos obras expiatorias durante nuestra vida, y de que no dependamos demasiado de nuestros herederos, los cuales con demasiada frecuencia descuidan el pago de los piadosos legados que habíamos dispuesto para el alivio de nuestra pobre alma.

 

¡Que las familias sepan que esto es una injusticia sacrílega combinada con una crueldad abominable! Robar a un pobre, dice el Cuarto Concilio de Cartago, es ser su asesino: Egentium necatores.

 

¿Qué se puede decir entonces de los que roban a los difuntos, privándolos injustamente de sus sufragios y dejándolos sin ayuda en medio de los terribles tormentos del Purgatorio?

 

Además, los culpables de este infame robo suelen ser castigados por Dios en esta vida, y de forma muy severa. A veces uno se sorprende al ver cómo una fortuna considerable se desvanece en manos de herederos codiciosos; una especie de maldición parece cernirse sobre ciertas herencias.

 

En el Día del Juicio, cuando se descubra todo lo que está oculto, se verá que la causa de estas ruinas ha sido a menudo la avaricia y la injusticia de los herederos, los cuales no pagaron los legados piadosos que estaban prescritos en los testamentos.

 

Sucedió en Milán, dice el Padre Rossignoli (Maravilla 20), que una magnífica propiedad, no lejos de la ciudad, fue completamente arrasada por el granizo, mientras que los campos vecinos permanecieron completamente intactos. Este fenómeno suscitó atención y asombro: se recordaba la plaga de Egipto, aquel granizo que asoló los campos de los egipcios y respetó la tierra de Gessen, habitada por los hijos de Israel.

 

Una plaga similar se vio aquí: este extraño granizo no podría haberse confinado tan exactamente dentro de los límites de una sola propiedad, sin haber obedecido a una voluntad superior.

 

Nadie supo explicar este misterio, hasta que la aparición de un alma del Purgatorio hizo saber que había sido un castigo infligido a los hijos ingratos y culpables, los cuales no habían cumplido la última voluntad de su padre en relación con las obras piadosas.

 

Es sabido que en todos los países y en todas las regiones, se habla de casas encantadas, convertidas en inhabitables, con gran perjuicio para sus propietarios: sin embargo, cuando vamos al fondo de las cosas, generalmente encontramos un alma olvidada por sus parientes, y que exige el pago de los sufragios que le corresponden.

 

No lo creamos y pensemos que se trata simplemente de la imaginación, de una ilusión o incluso de un engaño.  Sin embargo, siempre quedarán suficientes hechos, perfectamente probados, que les  enseñarán a los herederos sin corazón la forma como Dios castiga tales procederes injustos y sacrílegos, incluso en esta vida.

 

Las siguientes líneas, tomada de Tomás de Cantimpré (Rossignoli, Maravilla 15), muestran claramente cuán culpables son, a los ojos de Dios, los herederos injustos que traicionan la última voluntad del difunto.

 

Durante las guerras de Carlomagno, un valiente soldado había servido durante muchos años en puestos importantes y de honor. Su vida había sido la de un cristiano: contento con su paga, se abstuvo de todo acto de violencia, y el tumulto en los campamentos no le impidió cumplir con ninguno de sus deberes esenciales. Sin embargo, había cometido una serie de pequeñas faltas, comunes a la gente de su profesión.

 

Habiendo llegado a una edad muy avanzada, cayó enfermo; y viendo que la muerte se acercaba, llamó a su lecho a un sobrino huérfano - el cual había tomado como hijo – para expresarle sus últimos deseos.

 

“Hijo mío, le dijo, sabes que no tengo riquezas que legarte. Solo tengo mis armas y mi caballo. Mis armas serán para ti. En cuanto al caballo, cuando yo haya entregado mi alma a Dios, lo venderás y dividirás el producto de la venta entre los sacerdotes y los pobres; los primeros, para que ofrezcan el Divino Sacrificio por mí, y los segundos, para que me ayuden con sus oraciones”.

 

El sobrino lloró y prometió cumplir estrictamente y sin demora, lo que su tío y benefactor le había encargado. El anciano murió poco tiempo después. Entonces, el heredero tomó las armas y se llevó el caballo. Era un animal muy hermoso y de gran valor.

 

Pero, en lugar de venderlo de inmediato, según el último deseo del difunto, empezó a utilizarlo para hacer algunos viajes cortos. Como estaba sintiéndose muy confortable con él, no quiso venderlo en el corto plazo.

 

Entonces, pospuso su venta, con el doble pretexto de que no había prisa por cumplir la promesa hecha, y de que podía esperar a que se presentara una buena oportunidad para lograr un mejor precio.

 

Retrasando así la venta de día en día, de semana en semana, de mes en mes, terminó por acallar los llamados de su conciencia, y olvidó la sagrada obligación que tenía de cumplir con lo dispuesto en beneficio del alma de su benefactor.

 

Habían transcurrido seis meses, cuando una mañana se le apareció el difunto y le dirigió los más severos reproches. "Infeliz, le dijo, te olvidaste del alma de tu tío. Violaste la sagrada promesa que hiciste en mi lecho de muerte. ¿Dónde están las Santas Misas que debías ofrecer, dónde están las limosnas que debías repartir a los pobres como expiación por mi alma? Por tu negligencia culposa, he sufrido tormentos indecibles en el Purgatorio.

 

Finalmente Dios se apiadó de mí y ¡hoy mismo entro en la Dicha de los Santos!


Pero tú, por el Justo Juicio de Dios, morirás dentro de unos días, y sufrirás en mi lugar los castigos que me hubiese tocado padecer aún, si Dios no hubiese sido indulgente conmigo. Sufrirás todo el tiempo que Dios me ha concedido como Gracia; después, comenzarás las expiaciones debidas a tus propias faltas”.

 

Unos días después, el sobrino cayó gravemente enfermo. Inmediatamente llamó a un sacerdote, contó la visión que había tenido y se confesó con muchas lágrimas. “Moriré pronto, dijo, y acepto la muerte a manos de Dios como un castigo que tengo bien merecido”.

 

- En efecto, expiró en medio de sentimientos de humilde arrepentimiento. Este era solo el menor de los castigos que se le habían anunciado como pena por la injusticia cometida. Uno se estremece al pensar en el segundo castigo que habría de sufrir en la otra vida.






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