"A Jesús le encanta todo lo que hacemos por la liberación de las almas. Por eso yo soporto con gusto cualquier dolor, tanto por la conversión de los pecadores como por la liberación de las almas del Purgatorio".
SEGUNDA PARTE
Citemos otro ejemplo de los consuelos interiores y de la misteriosa alegría que experimentan las almas en medio de los dolores más amargos: lo encontramos en la vida de Santa Catalina de Ricci, monja de la Orden de Santo Domingo, fallecida en el monasterio de Prato, el 2 de febrero de 1590.
Esta sierva de Dios dirigía su amor hacia las almas del Purgatorio, hasta el punto de sufrir en su lugar, aquí en la tierra, lo que ellas tenían que padecer en la otra vida. Entre otras, la santa liberó de las llamas expiatorias el alma de un príncipe, sufriendo por él durante cuarenta días tormentos inauditos.
Este príncipe, a quien la historia no nombra, sin duda por el bien de su familia, había llevado una vida mundana. La santa hizo muchas oraciones, ayunos y penitencias para que Dios lo iluminara y no fuera reprobado.
Dios se dignó responderle y el pecador infeliz dio, antes de su muerte, pruebas claras de una conversión sincera. Murió en medio de estos buenos sentimientos y fue al Purgatorio.
Catalina lo supo por Revelación Divina en oración y se ofreció a reparar ante la Justicia Divina por esta alma. El Señor accedió a este intercambio caritativo, recibió el alma del príncipe en la Gloria e hizo que Catalina sufriera dolores bastante extraños durante cuarenta días.
Se apoderó de ella una dolencia que, a juicio de los médicos, no era natural y que no podían curar ni aliviar. He aquí, según los testigos, en qué consistía este mal. El cuerpo de la santa estaba cubierto de vejigas, llenas de un humor visiblemente en ebullición, como si fuese agua hirviendo.
Se producía un calor extremo, hasta el punto de que su celda se calentaba como un horno y parecía estar en llamas: no se podía permanecer allí unos instantes sin tener que salir a respirar.
Era evidente que la carne de la doliente estaba hirviendo y su lengua parecía una placa de metal enrojecido. De vez en cuando cesaba la ebullición y su carne parecía estar asada; pero pronto las vejigas volvían a aparecer e irradiaban el mismo calor.
Sin embargo, en medio de este calvario, la Santa no perdía ni la serenidad del rostro ni la paz del alma; al contrario, parecía disfrutar de estos tormentos. A veces, los dolores llegaban a tal grado que ella perdía el habla durante diez o doce minutos.
Cuando las monjas, sus hermanas, le decían que parecía encontrarse en medio del fuego, ella simplemente respondía que sí, sin agregar nada más. Cuando le dijeron que estaba llevando su celo demasiado lejos y que no debía pedirle a Dios un dolor tan excesivo, ella decía: “Perdónenme madres si les replico. Jesús tiene tanto Amor por las almas que todo lo que hacemos por su salvación le agrada infinitamente. Por eso soporto con gusto el dolor que sea, tanto por la conversión de los pecadores como por la liberación de las almas retenidas en el Purgatorio”.
Transcurridos los cuarenta días, Catalina volvió a su estado habitual. Los padres del príncipe le preguntaron dónde estaba su alma: "No teman", respondió ella; "su alma goza de la Gloria Eterna". Por esto se supo que era por esta alma por la que ella había sufrido tanto.
Este rasgo nos enseña muchas cosas; sin embargo lo hemos citado para mostrar cómo el mayor sufrimiento no es incompatible con la paz interior. Nuestra santa, mientras sufría visiblemente los dolores del Purgatorio, disfrutaba de una paz admirable y de una alegría sobrehumana.
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