El Padre, movido por una caridad verdaderamente heroica, se ofreció como víctima a la Justicia Divina, para sufrir él mismo en esta vida, las penas reservadas a esta pobre alma en la otra.
SEGUNDA PARTE
Quien olvida a su amigo después de que la muerte lo haya hecho desaparecer de su vista, no ha sido un verdadero amigo.
El Padre Laynez, segundo general de la Compañía de Jesús, no dejaba de repetir esta frase a los hijos de San Ignacio: quería que se preocuparan por las almas después de la muerte, de la misma manera que se preocuparon cuando estaban aún en esta vida.
Juntando el ejemplo a los consejos piadosos, Laynez aplicaba a las almas del Purgatorio una buena parte de sus oraciones, de sus sacrificios y de los méritos que atesoraba ante Dios por su trabajo en pro de la conversión de los pecadores.
Los Padres de la Compañía fueron fieles a estas lecciones de caridad. En todo momento mostraron un celo particular por esta devoción, como se puede ver en el libro titulado Héroes y Víctimas de la Caridad en la Compañía de Jesús. Transcribiré aquí una sola página.
En Munster, Westfalia, hacia mediados del siglo XVII, se desató una enfermedad contagiosa que cobraba cada día innumerables víctimas. El miedo paralizó la caridad de muchos, y pocas personas estaban dispuestas a dedicarse a las desafortunadas víctimas de la peste.
Entonces el Padre Juan Fabricio, animado por el espíritu de Laynez y de Ignacio, se lanzó a ejercer una gran dedicación hacia los demás. Dejando a un lado todas las preocupaciones personales, empleaba sus días en visitar a los enfermos, en proporcionarles remedios, en prepararles para una muerte cristiana: los confesaba, les administraba los demás sacramentos, los enterraba con sus propias manos y luego celebraba la Santa Misa por sus almas.
Además, durante toda su vida, este siervo de Dios tuvo la mayor devoción por los difuntos. Entre sus ejercicios de piedad más apreciados y recomendados por él, estaba el de celebrar la Misa de Difuntos, siempre que las reglas litúrgicas lo permitiesen.
Sus consejos tuvieron el suficiente efecto, logrando animar a los Padres de Munster a dedicar un día al mes a los difuntos: en ese momento, extendían los ornamentos negros en toda la iglesia y rezaban solemnemente por los difuntos.
Dios se dignó, como hace a menudo, recompensar al padre Fabricio y estimular su celo con varias apariciones de almas. Algunas le rogaban que acelerara su liberación, otras le agradecían la ayuda que les había prestado, y otras más le decían que por fin había llegado para ellas el bendito momento del Triunfo.
Su mayor acto de caridad fue el que realizó al momento de su muerte. Con una generosidad verdaderamente admirable, sacrificó todos los sufragios, oraciones, misas, indulgencias y mortificaciones que la Compañía aplica a sus miembros difuntos: pidió a Dios que le privara de tales beneficios, con el fin de cederlos a las almas sufrientes que fuesen más agradables a Su Divina Majestad.
Ya hemos hablado del Padre Juan Eusebio Nieremberg, jesuita español, también famoso por las obras de piedad que publicó y por sus brillantes virtudes.
Su devoción por las almas no se conformaba con frecuentes sacrificios y oraciones, sino que le llevaba a sufrir por ellas con una generosidad que llegaba hasta el heroísmo.
En la corte de Madrid, entre sus penitentes, había una dama de alcurnia, que, bajo su sabia dirección, había alcanzado una elevada virtud en medio del mundo; pero la atormentaba un excesivo temor a la muerte, pensando en el Purgatorio que le seguía.
Ella cayó gravemente enferma. Entonces, sus temores aumentaron hasta el punto de perder casi por completo sus sentimientos cristianos. El santo confesor empleó todo su celo, pero no consiguió calmarla, y ni siquiera logró que recibiese los Últimos Sacramentos.
Para colmo de males, ella perdió repentinamente el conocimiento y pronto se halló al borde de la muerte. El Padre, con justa preocupación ante el peligro en que se encontraba esta alma, se retiró a una capilla cercana, cerca de la habitación de la moribunda. Allí ofreció con gran fervor el Santo Sacrificio, para lograr que la enferma pudiese volver en sí y recibiese los sacramentos de la Iglesia con total libertad de espíritu.
Al mismo tiempo, movido por una caridad verdaderamente heroica, se ofreció como víctima a la Justicia Divina, para sufrir él mismo en esta vida, las penas reservadas a esta pobre alma en la otra.
Su oración fue agradable a Dios. Apenas terminada la Misa, la enferma volvió en sí y se encontró completamente cambiada: su disposición era tan buena que ella misma pidió los sacramentos y los recibió con el más edificante fervor.
Habiéndole dicho su confesor que ya no tenía que temer el Purgatorio, expiró con una sonrisa en los labios y en la más perfecta tranquilidad.
También, desde esa misma hora, el Padre Nieremberg se vio abrumado por toda clase de dolores en su cuerpo y en su alma: durante los dieciséis años que le restaban de vida, su existencia no fue más que un martirio y un riguroso Purgatorio.
Ningún remedio natural podía aliviar sus dolores: su única mitigación era el recuerdo de la santa causa por la que los soportaba.
Por fin la muerte vino a poner fin a sus prodigiosos sufrimientos y a la vez, como se cree con fundamento, a abrirle las puertas del Paraíso. Pues está escrito: <<Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia>>.
Regresar al índice de capítulos del libro sobre el Purgatorio
Regresar a Ayudas para mi Conversión
You may wonder, 'how can I be part of the solution', 'how can I contribute?'. Learn more...