Dios se apiadó de quien en vida había honrado a su Santísima Madre. En el momento de la muerte, este hombre logró arrepentirse y salvarse de ir al Infierno; su alma está en el Purgatorio. Nuestras oraciones y buenas obras lo sacarán de allí.
SEGUNDA PARTE
El Padre de Ravignan, ilustre y santo predicador de la Compañía de Jesús, también guardaba mucha esperanza con los pecadores sorprendidos por la muerte, cuando estos no habían abrigado en su corazón el odio por las cosas de Dios.
Solía hablar de los misterios del momento supremo de la muerte, y su sentir parece haber sido que un gran número de tales pecadores se convierten en sus últimos momentos de vida y se reconcilian con Dios, sin que ello se pueda apreciar exteriormente.
En algunas muertes hay misterios de Misericordia y golpes de gracia, donde el ojo humano solo alcanza a ver golpes de Justicia.
A la luz de un último relámpago, Dios a veces se revela a las almas cuya mayor desgracia fue el haberlo ignorado; el último suspiro, comprendido por Aquel que escudriña los corazones, puede ser un gemido que reclama el perdón, es decir, un acto de perfecta contrición.
- El general Exelmans, pariente del buen Padre, murió inesperadamente por cuenta de un accidente de caballo. Él desgraciadamente no practicaba la Fe. Había prometido confesarse un día, pero no llegó a hacerlo.
El Padre de Ravignan, quien había rezado y hecho rezar por él durante mucho tiempo, se sintió consternado cuando se enteró de su fallecimiento. Ese mismo día, una persona acostumbrada a recibir comunicaciones del Cielo, creyó escuchar una voz interior que le decía: "¿Quién conoce entonces el alcance de Mi Misericordia? ¿Conocemos la profundidad del mar y qué cantidad de agua hay en él? Se perdonará mucho a ciertas almas que han ignorado mucho".
El historiador del que hemos tomado este relato, el Padre de Ponlevoy, añade lo siguiente: "Los cristianos, sometidos a la ley de la Esperanza, no menos que a la de la Fe y del Amor, debemos elevarnos sin cesar, desde el fondo de nuestras penas, hacia el pensamiento de la Bondad Infinita del Salvador.
Ningún límite, ninguna imposible, se interpone aquí abajo entre la Gracia y el alma, mientras quede un soplo de vida. Por tanto, debemos guardar siempre la Esperanza y dirigir al Señor peticiones humildes y perseverantes. Es imposible afirmar en qué medida serán concedidas.
Grandes santos y doctores han llegado a hablar de la poderosa eficacia de las oraciones por las almas de seres queridos, independientemente de cuál haya sido su final. Un día conoceremos estas maravillas inefables de la Divina Misericordia. No debemos dejar de implorarlas con profunda confianza.
He aquí un relato aparecido en el Pequeño Mensajero del Corazón de María, de noviembre de 1880. Un religioso, predicando un retiro a las Damas de Nancy, había recordado en una conferencia que nunca hay que desfallecer en nuestro empeño de buscar la salvación de un alma, y que a veces los actos menos importantes a los ojos de los hombres son recompensados por el Señor a la hora de la muerte.
- Cuando salía de la iglesia, una señora que guardaba el luto se le acercó y le dijo: "Padre, usted acaba de recomendarnos Confianza y Esperanza: lo que me ha ocurrido justifica plenamente sus palabras. Tuve un marido que siempre fue bueno, afectuoso e irreprochable, pero que se había mantenido al margen de toda práctica religiosa. Mis oraciones, mis palabras, que a menudo eran temerarias, no habían obtenido ningún resultado.
Durante el mes de mayo que precedió a su muerte, yo había levantado, como era mi costumbre, un pequeño altar a la Santísima Virgen en mi apartamento, y lo adornaba con flores, renovadas de vez en cuando. Mi marido solía pasar los domingos en el campo, y cada vez que volvía me traía un ramo de flores que él mismo había recogido. Yo utilizaba estas flores para decorar mi altar. ¿Se habrá dado cuenta de mi oratorio? ¿Lo hacía solo para complacerme? ¿O fue motivado por un sentimiento de piedad hacia la Santísima Virgen? No lo sé, pero ningún domingo dejó de traerme flores.
En los primeros días del mes siguiente, la muerte le sorprendió de repente, sin tener tiempo de recibir asistencia espiritual. Yo estaba inconsolable, sobre todo porque veía cómo se habían desvanecido todas mis esperanzas de que él hubiese vuelto a Dios.
Como consecuencia de mi dolor, mi salud pronto se vio profundamente deteriorada, y mi familia me obligó a marcharme al sur. De paso por Lyon, quise ver al Cura de Ars. Le escribí para pedirle una audiencia y encomendar a mi marido en sus oraciones. No le di más detalles.
Cuando llegué a Ars, apenas había entrado en el apartamento del venerable cura, él mismo se dirigió a mí con estas sorprendentes palabras: "Señora, usted se encuentra muy abatida; pero ¿fue que ya olvidó los ramos de flores que su esposo le traía todos los domingo de mayo?
- Es imposible expresar mi asombro cuando oí al Padre Vianney recordar una circunstancia de la que yo no había hablado con nadie, y que solo podía conocer él por revelación.
Y añadió: "Dios se apiadó de quien en vida había honrado a su Santísima Madre. En el momento de la muerte, su esposo logró arrepentirse; su alma está en el Purgatorio. Nuestras oraciones y buenas obras lo sacarán de allí”.
Leemos en la vida de una santa monja, sor Catalina de San Agustín (San Alfonso, Paráfrasis de la Salve Regina), que en el lugar donde vivía había una mujer llamada María, que había llevado una juventud desordenada, y que, cuando llegó a la vejez, se obstinó tanto en su maldad que los habitantes del país, no pudiendo soportarla, la expulsaron de manera vergonzosa.
María no encontró más refugio que una cueva en el bosque. Allí murió al cabo de unos meses, sin asistencia ni sacramentos. Su cuerpo fue enterrado en un campo, como si hubiese sido un objeto inmundo.
Sor Catalina, que tenía la costumbre de encomendar a Dios las almas de todos aquellos de cuya muerte tenía noticia, no pensó en rezar por esta mujer, juzgando como todos los demás que seguramente estaba condenada.
Cuatro meses después, la sierva de Dios oyó una voz que le decía: "Hermana Catalina, ¡qué desgracia la mía! Usted encomienda a Dios las almas de todos los difuntos, y ¡solamente de la mía no tiene piedad!" "¿Quién es usted?", respondió la hermana. –“Me llamo María. Soy aquella pobre mujer que murió en la gruta" - "¡Cómo! María, ¿usted salvó su alma?" "Sí, la salvé gracias a la Misericordia Divina. A punto de morir, espantada por el recuerdo de mis crímenes y viéndome abandonada, clamé a la Santísima Virgen. Ella tuvo la bondad de escucharme y obtuvo para mí una perfecta contrición, acompañada del deseo de confesarme si podía. Así entré en la Gracia de Dios, y escapé del Infierno; pero tuve que descender al Purgatorio, donde sufro cruelmente. Mi tiempo allí se acortaría y pronto estaría fuera de él, si se ofreciesen algunas Misas por mí. Por favor, hágalas celebrar mi buena Hermana, y prometo rezar siempre a Jesús y a María por usted".
Sor Catalina se apresuró a hacer celebrar estas Misas. A los pocos días se le apareció el alma de María, brillando como una estrella, subiendo al Cielo y agradeciéndole su Caridad.
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