Mientras asistía al Divino Sacrificio, en el momento de la Elevación, la Madre vio el alma de la Hermana Serafina subir al Cielo, en medio de una gran alegría. Este espectáculo consolador fue la recompensa a su Caridad e inflamó con un nuevo ardor su devoción al Santo Sacrificio de la Misa.
SEGUNDA PARTE
Acabamos de hablar de la eficacia del Santo Sacrificio de la Misa para el alivio de las almas. Es la Fe viva en este misterio consolador la que inflama la devoción de los verdaderos fieles y suaviza la amargura de su dolor.
¿Les arrebata la muerte un padre, una madre, un amigo? Los verdaderos fieles vuelven sus ojos húmedos hacia el Altar, el cual les ofrece el medio de testimoniar al querido difunto su amor y su gratitud. De ahí las numerosas Misas que se celebran, de ahí el piadoso afán por asistir al Sacrificio de Propiciación en nombre de los difuntos.
La venerable Madre Inés de Langeac, monja dominica de la que ya hemos hablado, asistía a la Santa Misa con la mayor devoción, e instaba a sus hermanas a tener el mismo fervor. Solía decirles que este Sacrificio Divino es la acción más sagrada de la religión, la Obra de Dios por excelencia; y les recordaba las palabras de los Libros Sagrados: <<Maldito sea quien haga la obra de Dios de manera negligente>>.
Una hermana de la comunidad, llamada Sor Serafina, murió. Ella no había tenido suficientemente en cuenta los saludables consejos de su superiora y fue condenada a un duro Purgatorio.
La madre Inés se enteró de ello. Durante un arrebatamiento, se encontró en espíritu en el Lugar de la Expiación; vio muchas almas en medio de las llamas y reconoció entre ellas a la Hermana Serafina, quien con una voz lastimera le pidió ayuda. Movida por la más profunda compasión, la caritativa Superiora hizo todo lo que pudo durante ocho días: ayunó, comulgó y asistió a la Santa Misa por los queridos difuntos.
Mientras rezaba con muchas lágrimas y gemidos, suplicando a la Divina Misericordia por medio de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo que sacara a su querida hija de las llamas y la admitiera en la Dicha de contemplar su Rostro, oyó una voz que le decía: "Sigue rezando; aún no es hora de liberarla”.
La Madre Inés perseveró con confianza, y dos días más tarde, mientras asistía al Divino Sacrificio, en el momento de la Elevación, vio el alma de la Hermana Serafina subir al Cielo, en medio de una gran alegría. Este espectáculo consolador fue la recompensa a su Caridad e inflamó con un nuevo ardor su devoción al Santo Sacrificio de la Misa.
Las familias cristianas, en las que reina el espíritu de Fe, se imponen la obligación de hacer celebrar un gran número de Misas por sus difuntos, según su condición y fortuna. Trabajan incansablemente en santas prodigalidades, para multiplicar los sufragios de la Iglesia y aliviar así a las almas.
Consta en la Vida de la Reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, que en un solo día, el de sus funerales, se celebraron en la ciudad de Madrid casi mil cien misas por el descanso de su alma. Esta Princesa había pedido mil misas en su testamento y el Rey hizo añadir cien más.
- Cuando el archiduque Alberto murió en Bruselas, su viuda, la piadosa Isabel, hizo celebrar cuarenta mil misas por él; y durante todo un mes ella misma escuchó diez Misas al día, con la mayor piedad (Padre Munford, Caridad hacia los Difuntos).
Uno de los modelos más perfectos de devoción por la Santa Misa, y de Caridad hacia las almas del Purgatorio fue el Padre Julio Mancinelli, de la Compañía de Jesús. Los sacrificios ofrecidos por este digno religioso, dice el Padre Rossignoli (Maravilla 23), parecían tener una eficacia particular ante el Señor, para lograr el alivio de los difuntos.
Las almas se le aparecían con frecuencia para pedir la gracia de una sola Misa.
César Costa, tío del Padre Mancinelli, era arzobispo de Capua. Un día se encontró con su santo sobrino, quien estaba muy pobremente vestido, a pesar de los rigores del frío. El arzobispo, con gran caridad, le dio una limosna a su sobrino para que comprase un abrigo.
Algún tiempo después, el arzobispo murió. El Padre, habiendo salido a visitar a sus enfermos, cubierto con su nuevo abrigo, vio a su tío difunto acercarse a él todo rodeado de llamas, rogándole que le prestara su abrigo. El Padre se lo dio y el difunto se envolvió en él; las llamas se apagaron de inmediato.
El Padre Mancinelli comprendió que esa alma sufría en el Purgatorio y que le pedía que la aliviara de sus penas en recompensa por la Caridad que le había demostrado. Entonces, retomando su manto, le prometió que rezaría por ella, con el mayor celo posible, especialmente en el Altar del Señor.
Este hecho fue tan conocido y causó una impresión tan piadosa que, tras la muerte del Padre, él fue pintado en un cuadro que aún se conserva en el colegio de Macerata, su tierra natal. Muestra al Padre Julio Mancinelli en el Altar, vestido con los ornamentos sacerdotales; está ligeramente elevado sobre el pie del Altar, para significar el éxtasis con el que Dios le había favorecido.
De su boca salen chispas, imagen de sus oraciones ardientes y de su fervor durante el Santo Sacrificio. Debajo del Altar, vemos el Purgatorio y las almas que reciben allí las bendiciones de los sufragios.
Arriba, dos ángeles toman unos vasos preciosos y derraman una lluvia de oro, lo cual señala las bendiciones, gracias y liberaciones concedidas a estas pobres almas en virtud de los sacrificios del piadoso celebrante.
También está el manto, del que se ha hecho mención, y una inscripción en verso, cuyo significado es este:<<Oh abrigo milagroso, dado para proteger contra los rigores del frío, y que luego ha servido para calmar los ardores del fuego. Es así como la Caridad calienta o refresca, según la naturaleza de los males que debe aliviar>>.
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