Las treinta Misas celebradas durante treinta días consecutivos se llaman las Treinta Misas de San Gregorio, porque la piadosa costumbre se remonta a este gran Papa. Ellas demuestran la eficacia del Sacrificio de la Misa para abrir la entrada de los difuntos al Cielo.
SEGUNDA PARTE
He aquí algunos hechos sobrenaturales de distinta índole, pero que también ponen de relieve la virtud de la Misa por los difuntos. Los encontramos en las memorias del Padre Gerardo, misionero jesuita inglés y confesor de la Fe, durante las persecuciones en Inglaterra en el siglo XVI.
Después de relatar cómo recibió la abjuración de un caballero protestante, casado con una de sus primas, el padre Gerardo añade: "Esta conversión llevó a otra, rodeada de circunstancias bastante extraordinarias. Mi nuevo converso fue a ver a uno de sus amigos, que estaba enfermo y en peligro de muerte. Este último era un hombre recto que se mantenía en la herejía, más por una falsa ilusión que por cualquier otra razón. El visitante le instó a convertirse y a pensar en su alma; obtuvo de él la promesa de confesarse.
Le instruyó en todo, le enseñó a avivar en su alma el dolor por sus pecados. El amigo fue a buscar un sacerdote. Tuvo grandes dificultades para encontrar tan siquiera uno, y mientras tanto el enfermo murió. - Antes de morir, el pobre moribundo había preguntado a menudo si su amigo volvería con el “médico” que le había prometido traer; así llamó al sacerdote católico que supuestamente había de venir.
Lo que ocurrió a continuación pareció demostrar que Dios había aceptado la buena voluntad del difunto. En las noches que siguieron a su muerte, su mujer, protestante también, vio una luz que se movía a su alrededor en la habitación y que incluso entró en su alcoba. Asustada, quiso que sus empleadas durmieran en la habitación, pero estas no vieron nada, aunque la luz siguió apareciéndose a la señora de la casa.
La pobre señora mandó llamar al amigo de su marido, cuyo regreso había esperado con tanta ilusión. Le contó lo que ocurría y le preguntó qué se podía hacer. Antes de responder, el amigo consultó a un sacerdote católico. El sacerdote le dijo que la luz era probablemente una señal sobrenatural para la esposa del difunto, mediante la cual Dios la invitaba a volver a la verdadera Fe. La Señora quedó profundamente impresionada por estas palabras, y abrió su corazón a la Gracia y se convirtió.
Una vez hecha católica, hizo celebrar la Misa en su habitación durante bastantes días; sin embargo la luz siempre volvía. El sacerdote, luego de pedir discernimiento a Dios, pensó que el difunto, salvado del Infierno gracias a su arrepentimiento y al deseo de confesarse, estaba en el Purgatorio y necesitaba oración.
Aconsejó a la señora que hiciera celebrar Misas por él durante treinta días, según la antigua costumbre católica inglesa. La buena viuda así lo hizo; y en la noche del trigésimo día, en lugar de una luz, vio tres; dos parecían sostener a la otra. Las tres luces entraron en la alcoba y luego subieron al Cielo para no volver jamás.
- Estas luces misteriosas parecen haber señalado las tres conversiones y la eficacia del Sacrificio de la Misa para abrir la entrada de los difuntos al Cielo.
Las treinta misas celebradas durante treinta días consecutivos, no es solo una costumbre inglesa, como la llama el padre Gerardo; también está muy extendida en Italia y otros países de la cristiandad. Estas misas se llaman las Treinta Misas de San Gregorio, porque la piadosa costumbre parece remontarse a este gran Papa.
Esto es lo que relata en sus Diálogos, Libro 4.
Un monje de su monasterio, llamado Justo, había recibido y conservado para sí tres escudos de oro. Esta había sido una falta grave contra su voto de pobreza. El monje fue descubierto y excomulgado. Este saludable castigo le hizo volver en sí, y algún tiempo después murió profesando un verdadero arrepentimiento.
Sin embargo, San Gregorio, para inspirar en todos los hermanos un vivo horror al delito de apropiamiento por parte de un religioso, no le levantó la excomunión. Justo fue enterrado aparte, y los tres escudos de oro fueron arrojados a la fosa; mientras tanto los religiosos repetían todos juntos las palabras de San Pedro a Simón el Mago: Pecunia tua tecum sit in perditionem, <<Que tu dinero perezca contigo>>.
Algún tiempo después, el santo abad, juzgando que tal pecado había sido suficientemente reparado, se movió a compasión por el alma de Justo; mandó llamar al ecónomo y le dijo con tristeza: “Desde el momento de su muerte, nuestro difunto hermano ha sido torturado en las llamas del Purgatorio; debemos, por caridad, esforzarnos en librarlo de ellas. Ve pues y desde hoy asegúrate que se ofrezca por él el Santo Sacrificio durante treinta días: que no pase uno de ellos sin que <<la Hostia de Propiciación sea inmolada por su liberación>>".
El ecónomo obedeció al pie de la letra. Las treinta misas se celebraron en el transcurso de treinta días. Llegado el trigésimo día y terminada la trigésima misa, el difunto se le apareció a un hermano llamado Copiosus, diciéndole: "Bendito sea Dios, hermano; hoy mismo he sido liberado y admitido en la <<Sociedad de los Santos>>".
A partir de entonces, se estableció la piadosa costumbre de celebrar treinta misas por los difuntos.
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