Cuando hayas llegado a encontrar dulce la tribulación y a degustarla por amor a Jesucristo, considérate feliz, porque habrás encontrado el Paraíso en la Tierra.
Tengamos, pues, mucho amor de Dios y mucha caridad, y temeremos poco el Purgatorio: el Espíritu Santo dará testimonio en nuestros corazones de que, siendo hijos de Dios, no debemos temer los castigos de nuestro Padre.
Venimos de estudiar (en la primera parte del libro) los rigores de la Justicia Divina en la otra vida: son aterradores, y no es posible pensar en ellos sin asustarse. Este fuego encendido por la Justicia Divina, estos castigos dolorosos, ante los cuales las penitencias de los Santos y los sufrimientos de los Mártires son de poca importancia, ¿qué alma creyente podría contemplarlos sin temor?
Este temor es saludable y se ajusta al Espíritu de Jesucristo. El Divino Maestro quiere que temamos no solo al Infierno, sino también al Purgatorio, una especie de infierno atenuado.
Para inspirarnos este santo temor, Él nos muestra la Cárcel del Juez Supremo, de la que no saldremos hasta que hayamos pagado hasta el último céntimo; igualmente podemos aplicar al fuego del Purgatorio lo que Él dice del fuego de la Gehena: No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden hacer nada al alma, sino temed a quien puede arrojar el cuerpo y el alma al Infierno.
Sin embargo, la intención del Salvador no es que experimentemos un temor excesivo y estéril, ese temor que atormenta a las almas y las abate, ese temor oscuro y sin confianza. No; Él quiere que nuestro temor esté equilibrado por una gran confianza en Su Misericordia.
Quiere que temamos el mal para prevenirlo y evitarlo; quiere que el pensar en las llamas vengadoras estimule nuestro fervor en servirlo, y nos conduzca a expiar nuestras faltas en este mundo y no en el otro.
Es mejor extirpar nuestros vicios ahora y expiar nuestros pecados, dice el autor de la Imitación, que posponer la expiación para el otro mundo.
- Además, si, a pesar de nuestro celo por hacer el bien y reparar en este mundo, seguimos teniendo fundados temores de que nos va a tocar pasar por el Purgatorio, debemos considerar esta eventualidad con una gran confianza en Dios, quien no deja sin consuelo a las almas que purifica por medio de los sufrimientos.
Ahora bien, para dar a nuestro temor este carácter práctico y esta contraparte de confianza, luego de haber contemplado el Purgatorio con sus dolores y rigores, debemos ahora considerarlo desde otro punto de vista: el de la Misericordia de Dios, la cual brilla no menos que su Justicia.
Aunque Dios reserva castigos terribles en la otra vida para las faltas más leves, no las inflige sin un sentido de clemencia; y no hay nada mejor que el Purgatorio para mostrar la admirable armonía de las perfecciones divinas, ya que allí la Justicia más severa se ejerce al mismo tiempo que la Misericordia más inefable.
Si el Señor castiga a las almas que le son queridas, es por Su Amor, de acuerdo con Sus Palabras: “Corrijo y reprendo a los que amo”. Con una mano Él nos golpea; con la otra nos cura, nos ofrece Misericordia y Redención en abundancia: Quoniam apud Dominum misericordia, et copiosa apud eum redemptio.
Esta Misericordia Infinita de nuestro Padre Celestial debe ser el fundamento inquebrantable de nuestra confianza y, siguiendo el ejemplo de los santos, debemos tenerla siempre ante nuestros ojos.
Los santos nunca la perdieron de vista; por eso, el temor al Purgatorio no les quitó la Paz y la Alegría del Espíritu Santo.
Santa Lidvina, quien conoció tan bien el espantoso rigor de las penas expiatorias, estaba animada por este espíritu de confianza y trataba de inspirarlo en los demás.
Un día recibió la visita de un sacerdote piadoso. Mientras estaba sentado junto al lecho de la santa enferma con otras personas virtuosas, se inició una conversación acerca de los dolores en la otra vida.
El sacerdote, al ver una mujer sosteniendo en sus manos un jarrón lleno de granos de mostaza, aprovechó la ocasión para decir que temblaba al pensar en el Fuego del Purgatorio; "sin embargo -añadió-, me gustaría estar allí tantos años como granitos hay en ese jarrón; así, al menos, tendría la certeza de mi Salvación".
- “¿Qué está diciendo, Padre?, replicó la santa ¿Por qué tan poca confianza en la Misericordia de Dios? Ah, si usted supiera lo que es el Purgatorio y cuán terribles tormentos se soportan allí”.
- “Que el Purgatorio sea lo que Dios quiera –respondió el Padre-; yo me sostengo en lo que dije”.
Este sacerdote murió algún tiempo después; y las mismas personas que habían estado presentes en la conversación con Lidvina, al interrogar a la santa enferma sobre el estado del alma de dicho sacerdote en la otra vida, ella respondió: "El difunto está bien, a causa de su vida virtuosa; pero estaría mejor, si hubiese confiado más en la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y si hubiese abrigado un sentimiento más suave acerca del Purgatorio".
¿En qué consistía la falta de confianza que la santa desaprobaba en este buen sacerdote? En la creencia que él tenía de que es casi imposible salvarse y de que difícilmente se puede entrar en el Cielo si no es después de incontables años de tormento.
Esta idea es falsa y contraria a la confianza cristiana. El Salvador vino a traer la Paz a los hombres de Buena Voluntad y a imponernos como condición de salvación un yugo suave y una carga ligera.
- Por lo tanto, deja que tu voluntad sea buena y encontrarás la Paz, y verás cómo se desvanecen las dificultades y los miedos. Buena Voluntad: todo radica allí. Sé de buena voluntad, sométete a la Voluntad de Dios, coloca Su Santa Ley por encima de todo; sirve al Señor con todo tu corazón, y Él te ayudará de tal forma que llegarás al Paraíso con una facilidad asombrosa. Dirás: ¡nunca hubiese creído que era tan fácil entrar en el Cielo!
- Lo repito: para obrar esta maravilla de la Misericordia en nosotros, Dios requiere de nosotros un corazón recto, una Buena Voluntad.
La Buena Voluntad consiste propiamente en someter y conformar nuestra voluntad a la de Dios, que es la regla de toda Buena Voluntad; y esta Buena Voluntad alcanza su más alta perfección cuando abrazamos la Voluntad Divina como el Bien Supremo, a pesar de que Ella nos imponga los mayores sacrificios, los más rigurosos sufrimientos.
¡Qué cosa tan admirable! El alma así dispuesta parece perder el sentimiento de los dolores. Es porque esta alma está animada por el Espíritu del Amor, y, como dice San Agustín, cuando se ama, no se sufre, o si se sufre, se ama el sufrimiento: Aut si laboratur, labor ipse amatur.
El Venerable Padre Claude de la Colombière, de la Compañía de Jesús, tenía un corazón amoroso, una buena y perfecta voluntad. En su Retiro Espiritual expresaba así sus sentimientos: "No hay que dejar de expiar mediante la penitencia, los deslices cometidos en esta vida; pero hay que hacerlo sin ansiedad, porque lo peor que puede suceder, cuando se tiene buena voluntad y se está sujeto a la obediencia, es permanecer en el Purgatorio durante un largo período; y se puede decir en el buen sentido de la palabra que ello no es un mal tan grande.
No temo al Purgatorio. En cuanto al Infierno, no quiero hablar de él, pues sería un agravio a la Misericordia de Dios el que yo no temiese al Infierno, cuando lo hubiese merecido más que todos los demonios.
Pero no tengo miedo al Purgatorio: desearía no haberlo merecido, porque tal merecimiento no se alcanza sin haber desagradado a Dios; pero puesto que es un hecho cumplido, estoy encantado de poder satisfacer Su Justicia de la manera más rigurosa posible, incluso si me toca hacerlo hasta el Día del Juicio.
Sé que los tormentos allí son horribles; pero también sé que honran a Dios y que no pueden alterar las almas; además sé que allí no volveremos a oponernos nunca a la Voluntad de Dios, no incrementaremos más Su Rigor, amaremos incluso Su Severidad, esperaremos pacientemente a que Ella quede satisfecha completamente.
Por ello he entregado de todo corazón todas mis satisfacciones a las almas del Purgatorio, y he incluso cedido a otros todos los sufragios que se hagan por mí después de mi muerte, para que sea Dios glorificado en el Paraíso por almas que habrán merecido, más que yo, ser elevadas allí a una mayor Gloria".
Hasta aquí llega la Caridad, el amor a Dios y al prójimo, cuando este ha tomado posesión de un corazón: transforma, transfigura el sufrimiento hasta el punto de que dicho sufrimiento pierde su amargura y se transforma en dulzura.
Cuando hayas llegado -dice el libro de la Imitación- a encontrar dulce la tribulación y a degustarla por amor a Jesucristo, entonces considérate feliz, porque habrás encontrado el Paraíso en la Tierra. (el resaltado es del Editor)
Tengamos, pues, mucho amor a Dios y mucha caridad, y temeremos poco el Purgatorio: el Espíritu Santo dará testimonio en nuestros corazones de que, siendo hijos de Dios, no debemos temer los castigos de nuestro Padre.
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