Según
Santo Tomás y otros doctores, como hemos visto en capítulos anteriores, en casos
particulares la Justicia Divina asigna un lugar especial en la Tierra para la
purificación de ciertas almas.
... la instó a recordar siempre, en medio de las penas de la vida, el
objetivo supremo de nuestra existencia, que es el de la salvación de nuestras almas.
PRIMERA PARTE
Según Santo Tomás y otros doctores, como hemos visto anteriormente, en casos particulares la Justicia Divina asigna un lugar especial en la Tierra para la purificación de ciertas almas.
Este sentir es confirmado por varios hechos, entre los cuales mencionaremos primero los dos reportados por San Gregorio Magno en sus Diálogos (IV, 40).
"Cuando era joven y todavía un laico", escribe el Santo Papa, "escuché de los ancianos bien informados, la historia de cómo el diácono Pascasio se apareció a Germán, Obispo de Capua.
Pascasio, un diácono de esta sede apostólica, de la que aún poseemos los excelentes libros sobre el Espíritu Santo, era un hombre de eminente santidad, dedicado a las obras de caridad, celoso del alivio de los pobres y muy despreocupado de sí mismo.
Cuando surgió una disputa sobre una elección papal, Pascasio se separó de los obispos y se puso del lado de aquel al quien el episcopado no había aprobado.
Murió al poco tiempo, poseyendo una reputación de santidad que Dios confirmó con un milagro: una curación fulminante tuvo lugar el día de su funeral, con el simple toque de su dalmática.
Tiempo después, Germán, obispo de Capua, fue enviado por los médicos a los baños de San Ángel, en los Abruzos. ¡Cuál no sería su estupor al encontrar al mismo diácono Pascasio allí, empleado en los últimos oficios de los baños!
Yo expío aquí, le dijo la aparición, por el mal que he hecho al ponerme del lado del partido incorrecto. Te lo ruego, reza por mí al Señor, porque sabrás que has sido escuchado tan pronto como dejes de verme aquí”.
"Germán
comenzó a rezar por el difunto, y después de unos días, habiendo regresado,
buscó en vano a Pascasio, quien había desaparecido.
Después de esta vida solo tuvo que sufrir un castigo temporal, añade San Gregorio, porque había pecado por ignorancia y no por malicia”.
El mismo Santo Papa habla entonces de un sacerdote de Centumcelle, ahora Civita-Vecchia, que también fue a las aguas termales.
Un hombre se presentó para servirle en los últimos oficios domésticos, y durante varios días lo cuidó con extremo comedimiento y afán.
El buen sacerdote, pensando que debía recompensar tanto servicio, vino al día siguiente con dos panes bendecidos, y después del servicio ordinario, se los ofreció al comedido sirviente.
Este último, con aspecto triste, le respondió: "¿Por qué Padre, por qué me presenta este pan? No puedo comerlo. Yo, a quien veis, antaño fui el amo y después de mi muerte, para expiar mis faltas, fui enviado de vuelta aquí en el estado en que me veis. Si queréis hacerme el bien, ¡os lo pido por favor, ofreced el Pan Eucarístico por mí”.
Con estas palabras desapareció de repente, y el que se creía que era un hombre, mostró con tal forma de desaparecer, que era tan solo un espíritu.
Durante una semana entera el sacerdote se dedicó a hacer penitencia, y cada día ofreció la Hostia Saludable en favor del difunto; luego, habiendo regresado a los mismos baños, no lo encontró ya más y concluyó que había sido liberado.
Parece que la Justicia Divina a veces condena a las almas a sufrir su castigo en el mismo lugar donde cometieron sus faltas.
Leemos en las crónicas de los Frailes Menores (Lib. 4, capítulo 30), que el Beato Esteban, religioso de este instituto, tenía una singular devoción al Santísimo Sacramento, que le hacía pasar parte de sus noches en adoración.
En una de estas ocasiones, estando solo en la capilla en medio de la oscuridad, rota solo por el brillo de una pequeña lámpara, vio de repente en un puesto a un religioso, en profundo recogimiento y con la cabeza cubierta por su capucha.
Esteban se acerca a él y le pregunta si tiene permiso para salir de su celda a esta hora. - “Soy un religioso fallecido", responde. “Es aquí donde debo llevar a cabo mi purgatorio, de acuerdo con una decisión de la Justicia de Dios, porque es aquí donde he pecado por haber tenido tibieza y negligencia en el Oficio Divino. El Señor me permite daros a conocer mi estado, para que me ayudéis con vuestras oraciones”.
Movido por estas palabras, el Beato Esteban se arrodilló inmediatamente para recitar el De profundis y otras oraciones; y notó que mientras rezaba, el rostro del difunto expresaba alegría.
Muchas veces, en las noches siguientes, la aparición se presentó de la misma manera, cada vez más feliz a medida que se acercaba su liberación.
Finalmente, después de una última oración del Beato Esteban, dicha alma se levantó de su puesto, se veía radiante, y mostrando gratitud hacia su libertador, desapareció en la claridad de la Gloria.
El siguiente hecho tiene algo tan maravilloso que dudaríamos en reproducirlo, dice el canónigo Postel, si no se hubiese registrado en muchas obras, según el Padre Théophile Raynaud, teólogo y distinguido estudioso polémico del siglo XVII (Heteroclita spiritualia, parte. 2, sección). El Padre lo reporta como un acontecimiento sucedido en su tiempo y casi delante de sus ojos.
El Padre Louvet añade que el vicario general del palacio arzobispal de Besançon, después de examinar todos los detalles, había reconocido la veracidad del hecho.
En el año 1629, en Dôle in Franche-Comté, (Francia), Huguette Roy, una mujer de pobre salud, se encontraba en cama por una neumonía que la hacía temer por su vida.
El médico, pensando que tenía que desangrarla, tuvo la torpeza de cortar la arteria de su brazo izquierdo, lo que la redujo inmediatamente a una incapacidad extrema.
Al día siguiente, al amanecer, ella vio entrar en su habitación a una joven, toda vestida de blanco, con una apariencia bastante modesta.
La joven le preguntó si aceptaba sus servicios y ser atendida por ella.
La paciente, contenta con este ofrecimiento, respondió que nada sería más agradable para ella; e inmediatamente la desconocida encendió el fuego, se acercó a Huguette, la volvió a poner delicadamente en su cama; luego continuó vigilándola y sirviéndola como lo haría la más devota enfermera.
¡Maravilloso! El contacto de las manos de la extraña fue tan beneficioso, que la mujer moribunda se sintió muy aliviada y pronto se sintió completamente curada.
Luego la enferma quiso saber quién era esta amable desconocida, y la llamó para preguntarle, pero esta se alejó diciendo que volvería por la noche.
Sin embargo, el asombro y la curiosidad fueron extremos, cuando la gente se enteró de esta repentina curación, y lo único que se comentaba en el pueblo de Dôle era este misterioso acontecimiento.
Cuando la desconocida regresó por la noche, le dijo a Huguette Roy, sin ningún intento de ocultarse: "Sabed, mi querida sobrina, que soy vuestra tía, Leonarde Collin.
Fallecí hace diecisiete años, dejándoos heredera de mi pequeña propiedad. Gracias a la Divina Bondad, estoy salvada, y es la Santísima Virgen María, por quien tenía gran devoción, quien me obtuvo este gozo. Sin ella, estaba perdida. Cuando la muerte vino a golpearme repentinamente, estaba en pecado mortal; pero la Virgen misericordiosa me obtuvo en ese momento una moción de perfecta contrición, y así me salvó de la Condenación Eterna.
Desde entonces he estado en el Purgatorio, y el Señor me permite venir y completar mi expiación sirviéndoos durante cuarenta días. Al cabo de ese tiempo, seré liberada de mis sufrimientos, si vos, por vuestra parte, tenéis la caridad de hacer por mí tres peregrinaciones a tres santuarios de la Santísima Virgen”.
Huguette, asombrada, sin saber qué pensar de estas palabras, sin poder creer en la realidad de esta aparición, y temiendo alguna trampa del maligno, consultó a su confesor, el Padre Antoine Rolland, jesuita.
Este la instó a amenazar a la desconocida con los exorcismos de la Iglesia.
Tal amenaza no preocupó a la joven. Esta dijo tranquilamente que no temía a las oraciones de la Iglesia: "Tienen poder", añadió, "solo contra los demonios y los condenados, no contra las almas predestinadas y en gracia con Dios, como lo soy yo.
Huguette no se convenció: "¿Cómo podéis ser mi tía Leonarde?”, le dijo a la joven.
Ella era anciana y achacada, desagradable y caprichosa; mientras que usted es joven, gentil y considerada.
Ah, sobrina mía -respondió la aparición-, mi verdadero cuerpo está en la tumba, donde permanecerá hasta la Resurrección; el que me veis es otro cuerpo, milagrosamente formado a partir del aire, para que pueda hablaros, serviros y obtener vuestro auxilio.
En cuanto a mi carácter difícil y malgeniado, diecisiete años de terribles sufrimientos me han enseñado paciencia y dulzura. Sabed además, que en el Purgatorio uno es confirmado en la Gracia, marcado con el Sello de los Elegidos y, por ello mismo, hecho libre de todos los vicios”.
Después de tales explicaciones la incredulidad ya no era posible. Huguette, a la vez maravillada y agradecida, recibió felizmente los servicios que se le prestaron durante los cuarenta días señalados.
Solo ella podía ver y oír a la difunta, quien venía a ciertas horas y luego desaparecía. Tan pronto como sus fuerzas se lo permitieron, realizó piadosamente las peregrinaciones que se le habían encomendado.
Al final de los cuarenta días, las apariciones cesaron. Leonarde se apareció por última vez para anunciar su liberación: estaba en ese momento en un estado de Gloria incomparable, brillando como una estrella y llevando en su rostro la expresión de la más perfecta felicidad.
Ella, a su vez, le manifestó su gratitud a su sobrina, prometió rezar por ella y por toda su familia, y la instó a recordar siempre, en medio de las penas de la vida, el objetivo supremo de nuestra existencia, que es el de la salvación de nuestras almas.
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