Los buenos cristianos, sacerdotes, religiosos, que quieren servir a Dios con todo su corazón, deben cuidarse del peligro de la tibieza y de la negligencia. Dios quiere ser servido con fervor: los tibios y despreocupados despiertan Su repugnancia; llega al extremo de amenazar con Su maldición a cualquiera que se ocupa descuidadamente de las cosas santas.
PRIMERA PARTE
Los buenos cristianos, sacerdotes, religiosos, que quieren servir a Dios con todo su corazón, deben cuidarse del peligro de la tibieza y de la negligencia. Dios quiere ser servido con fervor: los tibios y despreocupados despiertan Su repugnancia; llega al extremo de amenazar con Su maldición a cualquiera que se ocupa descuidadamente de las cosas santas.
Baste decir que castigará severamente en el Purgatorio cualquier negligencia en la forma en que lo servimos. Entre los discípulos de San Bernardo que engalanaron con su santidad el famoso valle de Claraval, hubo uno cuya negligencia contrastaba tristemente con el fervor de sus hermanos. A pesar de su doble carácter de sacerdote y religioso, se había entregado a una deplorable tibieza.
Le llegó el momento de morir y fue llamado a la presencia de Dios, sin haber dado prueba alguna de enmienda. Mientras se cantaba la misa de su funeral, un religioso de la comunidad, un anciano de virtud poco común, supo por una luz interior que el alma del difunto, sin estar condenada, se encontraba en el estado más lamentable.
- La noche siguiente, el difunto se le apareció en persona, con un aspecto exterior deplorable y profundamente apesadumbrado: "Ayer -le dijo- conociste mi infeliz estado; ahora mira las torturas a las que estoy sometido, en castigo por mi culpable tibieza".
- Luego condujo al anciano hasta el borde de un pozo, ancho y profundo, completamente lleno de humo y de llamas: "Aquí está el lugar – añadió -donde los ministros de la Justicia Divina tienen órdenes de atormentarme: no cesan de arrojarme a este pozo; inmediatamente después me sacan de él, para luego volverme a arrojar, sin concederme un momento de tregua ni descanso".
A la mañana siguiente, este religioso fue a ver a San Bernardo para contarle su visión. El santo abad, quien había tenido una visión similar, vio en ella un aviso del Cielo dirigido a su comunidad. Inmediatamente reunió al capítulo, y con lágrimas en los ojos relató la doble visión, exhortando a sus religiosos a ayudar a su pobre hermano fallecido ofreciendo sacrificios en su nombre, y a aprovechar este triste ejemplo para conservar el fervor y evitar la más mínima negligencia en el servicio de Dios.
El siguiente hecho es relatado por M. de Lantages, en la Vida de la venerable Madre Inés de Langeac, monja dominica. Mientras esta sierva de Dios rezaba en el coro, apareció de repente ante ella una monja a la que no conocía, miserablemente vestida y con un rostro muy triste.
La miraba con asombro, preguntándose quién podría ser, cuando escuchó una voz que le dijo claramente: Es la hermana de Haut-Villars. Era una monja del monasterio de Puy, fallecida hacía más de diez años. La aparición no decía ni una palabra, pero su triste aspecto demostraba la gran necesidad de ayuda que tenía.
La Madre Inés lo entendió perfectamente y desde ese día comenzó a hacer las más fervientes oraciones por ella. La difunta no se contentó con esta primera visita: siguió apareciéndose durante más de tres semanas, casi en todas partes y a todas horas, especialmente después de la Comunión y la oración, demostrando sus sufrimientos por la expresión dolorosa de su rostro.
Por consejo de su confesor y sin contarle a nadie acerca de la aparición, Inés le pidió a su Priora que la comunidad hiciera oraciones extraordinarias por los difuntos que ella tenía como intenciones. Como a pesar de tales oraciones la aparición seguía regresando, ella temía mucho que fuese una ilusión.
Dios se dignó aliviarla de esta duda: le aclaró a su caritativa sierva por medio de la voz de su ángel de la guarda, que la aparición era verdaderamente un alma del Purgatorio, y que esta sufría así a causa de su tibieza en el servicio de Dios. - Desde el momento en que escuchó estas palabras, cesaron las apariciones, y no se supo cuánto tiempo más permaneció esta desdichada mujer en el Purgatorio.
Citemos otro ejemplo muy apto para estimular el fervor de los fieles piadosos. Una monja santa, llamada María de la Encarnación, del monasterio de las Ursulinas de Loudun se apareció poco tiempo después de su muerte a su superiora, una mujer de inteligencia y mérito; esta última escribió los detalles al Padre Surin de la Compañía de Jesús. Su carta se inserta en la correspondencia de este Padre.
"El seis de noviembre – escribió - entre las tres y las cuatro de la mañana, la Madre de la Encarnación se me presentó con un rostro muy dulce, que parecía más humillado que sufriente. Observé sin embargo que sufría mucho. Al principio, cuando la vi cerca de mí, me asusté mucho; pero como no tenía nada de aterrador, pronto me tranquilicé. Le pregunté en qué condición se encontraba y si podíamos prestarle algún servicio”.
- Ella respondió: "Estoy satisfaciendo la Justicia Divina en el Purgatorio". "Le rogué que me dijera qué la retenía allí. – Entonces ella, lanzando un profundo suspiro, respondió: "Son varios descuidos en los ejercicios comunes; fueron ocasionados por cierta debilidad que tuve al dejarme llevar por el ejemplo de las monjas imperfectas; y por último, aunque no menos importante, el hábito que tenía de guardarme cosas de las que no tenía permiso de disponer y usarlas de acuerdo con mis necesidades y mis inclinaciones naturales.
Oh, si uno supiera -continuó la buena Madre- el daño que hacemos al alma al no esforzarnos por alcanzar la perfección, y lo mucho que tendremos que expiar un día por habernos dedicado a complacer nuestro gusto en contra de las luces de nuestra conciencia; ¡tendríamos otro ardor si practicáramos la penitencia durante nuestra vida!
¡Ah! Dios ve las cosas de manera diferente a nosotros, las juzga de manera diferente". Le pregunté de nuevo si podíamos serle de alguna utilidad para acortar su sufrimiento. - Ella me respondió: “Deseo ver y poseer a Dios, pero me contento con satisfacer Su Justicia, el tiempo que le plazca".
- Le rogué que me dijera si estaba sufriendo mucho. - "Mis dolores - respondió ella - son incomprensibles para quien no los siente”. Mientras decía estas palabras, se acercó a mi rostro, como para despedirse de mí; en ese momento me pareció como si un carbón encendido me quemara, aunque su rostro no tocaba el mío; y mi brazo, habiendo rozado un poco su manga, se quemó: sentí un dolor agudo.
Un mes después se apareció de nuevo a esta misma Superiora para anunciarle su liberación.
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