Cuando este sacerdote se halló gravemente enfermo y en peligro de muerte, él debió haber caído en cuenta de su estado y pedido cuanto antes la ayuda que la Iglesia reserva a sus hijos para la Hora Suprema.
No lo hizo, bien porque por una ilusión demasiado común entre los enfermos, no quiso admitir la gravedad de su situación, bien porque estaba bajo la influencia de ese prejuicio fatal que hace que tantos cristianos débiles teman la recepción de los últimos sacramentos.
No los pidió, no pensó en recibirlos. Pero
conocemos las sorpresas de la muerte: el desafortunado hombre aplazó y retrasó
tanto tiempo, que murió sin tener tiempo de recibir ni el Viático ni la Extrema
Unción.
PRIMERA PARTE
El siguiente hecho fue reportado con prueba auténtica por el periódico Le Monde, edición del 4 de abril de 1860. Tuvo lugar en los Estados Unidos, en una abadía benedictina en el pueblo de Latrobe.
Una serie de apariciones habían tenido lugar allí durante 1859. La prensa americana se había ocupado de ellas y había tratado estos graves asuntos con su acostumbrada ligereza. Para detener esta especie de escándalo, el Padre Wimmer, superior de la casa, dirigió la siguiente carta a los periódicos:
"He aquí la verdad: en nuestra abadía de San Vicente, cerca de LATROBE, el 10 de septiembre de 1859, un novicio vio aparecer a un religioso benedictino vestido con un traje de coro completo. Esta aparición se repitió todos los días, desde el 18 de septiembre al 19 de noviembre, bien desde las once de la mañana hasta el mediodía, o bien desde la medianoche hasta las dos de la mañana.
Tan solo el 19 de noviembre el novicio interrogó al espíritu en presencia de otro miembro de la comunidad, y le preguntó cuál era el motivo de sus apariciones. – Dicho espíritu respondió que llevaba setenta y siete años sufriendo por no haber celebrado siete Misas obligatorias. Dijo también que ya se había presentado en varias ocasiones a otros siete benedictinos, pero que no había sido escuchado; y que se vería obligado a presentarse de nuevo después de once años, si él, el novicio, no lo ayudaba.
- Entonces, lo que el espíritu pedía era que se celebraran estas siete Misas por él; además, el novicio debía permanecer en retiro durante siete días, guardando un profundo silencio; además, durante treinta y tres días, el novicio debía recitar el salmo Miserere tres veces al día, descalzo y con los brazos en cruz”.
"Todas estas solicitudes fueron cumplidas entre el 20 de noviembre y el 25 de diciembre: ese día, después de la celebración de la última Misa, el espíritu desapareció”.
"Durante el período en que se estaban satisfaciendo sus requerimientos, el espíritu se había manifestado varias veces, instando al novicio en los términos más apremiantes a rezar por las almas del Purgatorio, pues dijo que estas sufren terriblemente y están profundamente agradecidas con quienes las ayudan para ser liberadas.
- Añadió que, tristemente, de los cinco sacerdotes que ya habían muerto en nuestra abadía, ninguno estaba todavía en el cielo y que todos ellos estaban sufriendo en el Purgatorio. No estoy sacando ninguna conclusión, pero esto es cierto".
Este relato firmado por la mano del abad es un documento histórico irrefutable. - En cuanto a la conclusión que el venerable prelado nos permite deducir a partir de estos hechos, es por supuesto múltiple: que el ver sufrir a un religioso durante setenta y siete años en el Purgatorio, nos debe bastar para aprender sobre la duración de las expiaciones a las cuales nos vamos a ver enfrentados, tanto los sacerdotes y religiosos como los simples fieles que vivimos en medio de la corrupción del mundo.
Una causa demasiado frecuente de la larga duración del Purgatorio es que uno se priva del maravilloso medio establecido por Jesucristo para acortarla, retrasando la recepción de los últimos sacramentos cuando se está gravemente enfermo. Tales sacramentos, destinados a preparar a las almas para dar el último paso, a purificarlas de sus pecados residuales y para librarlas de tener que reparar en la otra vida, requieren, para producir sus efectos, que el enfermo los reciba con las debidas disposiciones.
Pero si no se reciben a tiempo y se deja que el enfermo debilite sus facultades, tales disposiciones son defectuosas. En efecto, muy a menudo sucede que, como resultado de estos retrasos imprudentes, el enfermo muere, totalmente privado de la ayuda que le es tan necesaria. La consecuencia es que, en caso de que el difunto no sea objeto de Condenación Eterna, desciende sin embargo a los más profundos abismos del Purgatorio con todo el peso de sus deudas.
Michel Alix (Cf. Rossign. Merv. 86) habla de un clérigo que, en lugar de recibir con prontitud los sacramentos de los enfermos y dar buen ejemplo a los fieles, fue culpable de negligencia en ese sentido y fue castigado con cien años de purgatorio.
En efecto, al encontrarse gravemente enfermo y en peligro de muerte, este pobre sacerdote debería haber caído en cuenta de su estado y pedido cuanto antes la ayuda que la Iglesia reserva a sus hijos para la Hora Suprema.
No lo hizo, bien porque por una ilusión demasiado común entre los enfermos, no quiso admitir la gravedad de su situación, bien porque estaba bajo la influencia de ese prejuicio fatal que hace que tantos cristianos débiles teman la recepción de los últimos sacramentos.
No los pidió, no pensó en recibirlos. Pero conocemos las sorpresas de la muerte: el desafortunado hombre aplazó y retrasó tanto tiempo, que murió sin tener tiempo de recibir ni el Viático ni la Extrema Unción.
- Por otra parte, Dios quiso hacer en esta ocasión una grave advertencia. El propio difunto vino a revelar a un colega sacerdote que él estaba condenado a cien años de purgatorio. “Así se me castiga por mi retraso en recibir la gracia de la Última Purificación. Si hubiese recibido los sacramentos, como debería haberlo hecho, hubiese escapado de la muerte por virtud de la Extrema Unción, y hubiese tenido tiempo para hacer penitencia por la reparación de mis pecados".
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