¡Cuán contrarios somos al excelso ejemplo de la Santísima Virgen María! Ella, siendo la más grande creatura de la creación, piensa y siente bajamente de sí. Ella oculta sus grandes dones, buscando no figurar para nada ni aparecer y cuando es alabada; redirige la alabanza a Dios. En su vida terrena, María Santísima buscó servir a los demás, a su prima Santa Isabel. Sirvió a San José, su esposo, que era menor en dignidad que ella. Ella buscó los últimos puestos, los últimos lugares. Ella prefirió los menosprecios.
¡Cuán opuestos, cuán distintos somos de María Santísima!, siendo que la Humildad nos es tan necesaria y sin ella no podremos salvar nuestras almas.
Aprovechemos la prédica que a continuación nos brinda el Padre Pío Vázquez, sobre el ejemplo excelso de la Humildad que representa la Santísima Virgen María.
Queridos fieles:
En el día de hoy nos hallamos celebrando la Fiesta de la Inmaculada Concepción. Esta es una bellísima fiesta mariana que fue definida solemnemente como Dogma de Fe por el Papa Pío IX en el año 1854, en su bula Ineffabilis Deus.
En esta Fiesta celebramos el hecho y verdad de que la Santísima Virgen María fue, por un singular privilegio de Dios, preservada de la mancha del Pecado Original y, además, fue concebida en plenitud de gracia. En ella no hubo jamás la menor sombra de pecado, ni original, ni mortal, ni venial, sino una abundancia de gracia que, desde el primer instante de su Concepción, superó a la de todos los ángeles y Santos juntos.
Es por ello que María Santísima sobresalió en la práctica de todas las virtudes y nuestro deseo es hablar hoy sobre una de ellas, a saber, la gran virtud de la Humildad. Basaremos principalmente nuestros conceptos en San Alfonso María de Ligorio, en su grandiosa obra titulada “Las Glorias de María”.
Primeramente, veamos cómo podemos definirla: es una virtud derivada de la Templanza. Esta nos inclina a controlar el desordenado apetito de la propia excelencia, dándonos el justo conocimiento de nuestra pequeñez y miseria principalmente con relación a Dios.
San Bernardo más concisamente la define como “la virtud por la cual el hombre, por el conocimiento sumamente veraz de sí, se desprecia a sí mismo”.
Asimismo, la Humildad es considerada como cimiento en la vida espiritual. Suele decirse que ella y la Fe constituyen los fundamentos de la vida espiritual: la Humildad remueve los obstáculos que coloca la soberbia mientras que la Fe nos hace entrar en contacto con Dios.
Evidentemente, en la Santísima Virgen, por el hecho de que ella no tuvo Pecado Original, no hubo ningún apetito desordenado de propia excelencia ni de ningún otro tipo.
No obstante, hallamos en ella esta hermosa virtud practicada de manera eximia.
La Humildad verdadera hace al humilde tener un muy bajo concepto de sí mismo; le mueve a ocultar los dones que posee y a rechazar las alabanzas hechas a él. El humilde buscar servir a los demás y también procura los últimos puestos y lugares, y va tras los desprecios. Todo esto se halla en la Santísima Virgen María, veámoslo.
En efecto, la Santísima Virgen sintió siempre muy bajamente de sí. Tan solo recordemos la expresión, “he aquí la esclava del Señor”.
Esto no quiere decir que ella se considerase pecadora. No, para nada.
La verdadera humildad va de la mano con la verdad: ella veía claramente en su conciencia que nunca había ofendido a Dios ni pecado contra Él; pero su gran humildad consistía en que veía claramente en Dios que este hecho —el que ella no hubiera pecado— no era cosa propia de ella, sino don y gracia muy singular de Dios. Reconocía además que absolutamente todos los bienes que tenía le habían venido de la Mano misericordiosa de Dios, quien por pura bondad la llenó de gracias y bienes.
De modo que todo lo atribuía a Dios y nada a sí misma, y sabía muy bien que, en relación a Dios, ella, en cuanto pura creatura, no era nada, absolutamente, nada.
Más aún, el hecho de verse tan bendecida y circundada de tantas gracias de parte del Altísimo, antes la confundía y la hacía anonadarse más y más.
Es propio de los humildes, de la verdadera Humildad, ocultar los dones y gracias que se poseen.
Esto también lo vemos en la vida de la Santísima Virgen. En efecto, ella no reveló a San José el anuncio que le había dado el Arcángel San Gabriel —sobre que iba a ser Madre del Salvador—. Lo hizo, entre otras cosas, por humildad, pues comunicarle tal noticia, supondría —aunque no lo quisiera— una alabanza para sí, y su humildad no podía sufrirlo; antes prefirió permitir la confusión y prueba en San José y sufrir las sospechas que su concepción milagrosa pudieran suscitar.
También es propio de los humildes rehusar las alabanzas que les son hechas. Estos, por el contrario, las dirigen todas a Dios, a quien dan todo honor y gloria.
Este rasgo lo vemos en la vida de la Santísima Virgen. Primeramente, cuando oyó la gran alabanza que le hizo el Arcángel San Gabriel, ella se turbó mucho al oír sus palabras, que la engrandecían sobremanera. Y después cuando visitó a su prima Santa Isabel, y esta la alabó movida del Espíritu Santo, María Santísima respondió dirigiendo toda la gloria a Dios por medio de su hermoso Magnificat, “Mi alma magnifica al Señor”.
Además, los humildes también buscan servir a los demás y no ser servidos.
Vemos esto también en la visita de María Santísima a su prima Santa Isabel. Ella no fue a ser servida —a pesar de su condición de Madre de Dios—, sino que fue a servir, a ayudar a su prima en su embarazo, con los quehaceres del hogar y demás cosas que fuesen necesarias. ¡Qué humildad! ¡La Reina de los Ángeles sirviendo a su prima, cuando Santa Isabel debiera haber servido a María!
Es también propio de la virtud de la humildad el buscar no aparecer y querer el peor o ínfimo lugar.
Esto —como lo hace notar San Alfonso María de Ligorio— también lo vemos en la vida de María Santísima. Efectivamente, nos dice el Santo que María Santísima se colocó en el cenáculo, en el ínfimo lugar: “... por lo cual escribió San Lucas: ‘todos perseveraban unánimes en oración con las mujeres y con María Madre de Jesús’. No porque ignorase San Lucas el mérito de la Divina Madre, por el cual debiera nombrarla en primer lugar, sino porque ella se había puesto en el último lugar del cenáculo después de los apóstoles y de las demás mujeres; pues San Lucas los describió a todos… según el orden con que estaban sentados”.
Muy interesante es este detalle, en el cual no se suele reparar.
Los humildes buscan, asimismo, el menosprecio. Y por eso, en el Evangelio, no vemos que se diga de María Santísima que hubiese estado al lado de su Hijo el Domingo de Ramos, cuando su Hijo fue recibido gloriosamente por el pueblo. Por el contrario, se nos narra que ella estuvo presente, al lado de su Hijo, el Viernes Santo, al pie de la Cruz, cuando moría con la infame muerte de la crucifixión, sin importarle la deshonra que suponía comparecer ante todos como la Madre del sentenciado a muerte y muerte de cruz.
Queridos fieles, la virtud de la Humildad, de la verdadera Humildad, se nos suele presentar como muy difícil de practicar; el amor propio, la soberbia, que todos llevamos por dentro nos hacen fuerte guerra y arrancan de nosotros muchas victorias.
¡Cuán contrarios somos al excelso ejemplo de la Virgen!
Ella, siendo que es la más grande creatura de la creación, piensa y siente bajamente de sí. Nosotros, por el contrario, siendo que estamos cargados de pecados y miserias, pensamos y deseamos que todos piensen altamente de nosotros.
Ella oculta sus grandes dones, buscando no figurar para nada ni aparecer y cuando es alabada; redirige la alabanza a Dios. Nosotros, por el contrario, si algo poco bueno tenemos o sabemos, queremos inmediatamente que todos sepan y nos feliciten por ello.
María Santísima buscaba servir a los demás, a su prima Santa Isabel. Sirvió a San José, su esposo, que era menor en dignidad que ella. Mientras tanto nosotros reputamos por insulto u ofensa rebajarnos a servir a los que sentimos o creemos que nos son inferiores.
Ella busca los últimos puestos, los últimos lugares; nosotros nos complacemos en buscar los primeros.
Ella prefiere los menosprecios; nosotros los huimos y no somos capaces de sufrirlos siquiera con paciencia y silencio.
¡Cuán opuestos, cuán distintos somos de María Santísima!, siendo que la Humildad nos es tan necesaria y sin ella no podremos salvar nuestras almas…
Mas no debemos desesperar, sino, al ver nuestra insuficiencia, humillémonos en la presencia de Dios y recurramos a María Santísima que es Madre amorosa y que desea ayudarnos.
Pidámosle a ella que nos ayude a ser verdaderamente humildes y actuar de en consonancia.
Cuando la tentación de la soberbia, del orgullo, nos asedie, invoquémosla con confianza para obtener la gracia de vencer la tentación.
Meditemos frecuentemente en su humildad, según lo que hemos expuesto en esta prédica.
Si deseamos ser verdaderamente humildes, hemos de ser devotos de María Santísima, lo cual implica el importantísimo rezo del Santo Rosario, ¡diario!; insistimos: ¡todos los días!
Esta hermosa virtud de la Humildad será, si la practicamos, debidamente premiada en el Cielo.
Nuestro Señor dijo: “el que se humilla será exaltado”. Y esto lo vemos cumplido en María Santísima, la cual, por haber sido la más humilde de todas las creaturas, fue la más ensalzada, pues fue elevada sobre todos los coros angélicos.
Pidamos, pues, a la Santísima Virgen la gracia de ser verdaderamente humildes.
Ave María Purísima.
Y para complementar esta valiosísima enseñanza, escuchemos de viva voz al Padre Pío Vázquez, en su prédica sobre el excelso ejemplo de la Humildad que nos brinda la Santísima Virgen María.
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