Jesucristo ha vuelto a ser traicionado. Los mismos discípulos del Señor huyen, se esconden y niegan haberle conocido para no ser excluidos y marginados, para no parecer que van contra corriente, para no contradecir a los poderosos.
Jesucristo nos interpela hoy. “Os enseñé las verdades de la Fe, y las adulteráis o guardáis silencio acerca de ellas para complacer al mundo. Os di la Misa, y la habéis sustituido por un rito que Me deshonra y ahuyenta a los fieles. Os di el Sacerdocio, y lo profanáis con ministros heréticos y fornicarios”.
Estas reflexiones hacen parte del mensaje de Monseñor Viganò, con ocasión del Domingo de Ramos, del cual presentamos a continuación una traducción libre.
Mi corazón ha experimentado oprobio y miseria:
Y busqué quien se afligiera junto conmigo, y no lo hubo:
Y busqué quien me consolase, y no lo hallé:
Y me dieron hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre. -Sal 68:21-22
Israël es tu Rex, Davidis et inclyta proles. Tú eres el Rey de Israel, la noble estirpe de David.
En estas solemnes palabras del antiguo himno a Cristo Rey, encontramos a la Santa Iglesia identificada con Israel, al Pueblo de Dios con el Pueblo Elegido.
Plebs Hebræa tibi cum palmis obvia venit: cum prece, voto, hymnis, adsumus ecce tibi: el pueblo hebreo vino a tu encuentro con palmas: he aquí que también nosotros estamos ante ti con oraciones, votos y cantos.
Debería suscitar consternación que el Triunfo de Cristo, quien fue acogido en Jerusalén como Hijo de David y saludado como Aquel que viene en nombre del Señor, haya podido transformarse en pocas horas en el violento alboroto de la muchedumbre apostada ante el Pretorio, en gritos e insultos, en los tormentos de la Pasión y, finalmente, en la muerte del Rey de los judíos sobre el madero de la Cruz.
Una consternación que proviene de la consideración de lo cambiante que es la multitud en su propensión a dejarse manipular por el Sanedrín y por los ancianos del pueblo, en su facilidad para olvidar -como si nunca hubiese sucedido- el tributo de honores, las ramas de olivo y de palma, y las vestiduras extendidas a lo largo del camino para el paso del Señor.
No sabemos si entre los pueri Hebræorum estaban también los que más tarde se burlaron del Salvador mientras moría en la Cruz. Pero sabemos que eran judíos, como judíos eran los Sumos Sacerdotes, los escribas y los guardias del templo, así como los que gritaban: "¡Crucifícalo!" cuando Jesús estaba ante ellos flagelado y coronado de espinas.
Y los Apóstoles que huyeron eran judíos, así como Simón Pedro que negó a Cristo tres veces era judío, las Piadosas Mujeres que lloraron por Él eran judías, Simón de Cirene era judío y José de Arimatea era judío.
Pero si una parte del pueblo judío, a pesar de las Profecías y de las intervenciones de Dios bajo la Antigua Ley, llegó a dar muerte al Mesías prometido, deberíamos preguntarnos si esta traición no podría estarse repetiendo en una parte del nuevo Israel, la Iglesia, cuando vemos a fieles católicos e incluso a miembros de la Jerarquía que, como los fariseos y los dirigentes del Sanedrín en tiempos de Cristo, todavía hoy gritan su Crucifige, o repiten quia non novi hominem (No conozco a tal hombre) (Mt 26,72).
El pueblo, no en el sentido de populus en latín (sociedad que decreta leyes y las cumple), sino en el sentido de vulgus, es decir, pueblo sin identidad, que no tiene conciencia de derechos y deberes, que es manipulable, inconsciente de cuál es su herencia y su destino, profanum, (insensible a lo sagrado).
Si observamos lo que sucede en la Iglesia, la crisis que la aflige, la apostasía que corrompe a la Jerarquía y a los fieles, los acontecimientos del Domingo de Ramos parecen olvidados, mientras vivimos ante nuestros ojos los horrores de la Pasión y la Crucifixión.
La Iglesia, que en el pasado celebraba los triunfos de Cristo y predicaba su Evangelio, hoy parece eclipsada por el Sanedrín que acusa al Hijo de Dios de blasfemia y por los Sumos Sacerdotes que piden su muerte.
La sociedad que una vez fue cristiana ahora grita, "¡Quítenlo, quítenlo de en medio!"; escupe en la cara del Salvador, imita a sus verdugos y pide su eliminación.
Los escribas y fariseos de hoy parecen decididos a poner guardias para vigilar el sepulcro en el que yace la Iglesia, como si quisieran evitar su resurrección, que los expondría como mentirosos.
Los mismos discípulos del Señor huyen, se esconden y niegan haberle conocido para no ser excluidos y marginados, para no parecer que van contra corriente, para no contradecir a los poderosos.
Y, al mismo tiempo, muchas mujeres piadosas, muchos cirineos, muchos José de Arimatea, burlados e insultados, ayudan a la Iglesia a llevar Su Cruz; permanecen a sus pies, con la Virgen y San Juan, buscando un lugar en el cual depositar ese Cuerpo Místico, esperando su resurrección.
La traición de hoy no es menos grave que la que tuvo que sufrir Nuestro Señor; la passio Ecclesiæ no es menos dolorosa que la de Su Cabeza.
La desolación y el desaliento de quienes contemplan a la Domina Gentium expuesta al deshonor de sus propios ministros no es menos desgarrador que el sufrimiento de la Mater Dolorosa.
Porque el odio que movía entonces a sus verdugos es el mismo que mueve hoy a los verdugos, y el amor de los buenos judíos que reconocieron entonces al Mesías es el mismo que el de los buenos cristianos que ven perpetuarse hoy su agonía.
Te liberé de la esclavitud en Egipto, y has pagado a tu Salvador crucificándolo, cantamos en los Reproches.
Os di la Misa, y la habéis sustituido por un rito que Me deshonra y ahuyenta a los fieles.
Os di el Sacerdocio, y lo profanáis con ministros heréticos y fornicarios.
Yo os hice firmes contra vuestros enemigos, y vosotros abrís de par en par las puertas de la Ciudadela, corréis hacia vuestros enemigos y los honráis mientras ellos se preparan para destruiros.
Os enseñé las verdades de la Fe, y las adulteráis o guardáis silencio acerca de ellas para complacer al mundo.
Os mostré el camino real del Calvario, y seguís el camino de la perdición, de los placeres y de la perversión.
¡Popule meus, quid feci tibi? aut in quo contristavi te? responde mihi! Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿O en qué os he ofendido? ¡Respondedme!
¿No son aplicables estas palabras a tantos católicos, a tantos Prelados, a tantas almas a las que el Señor, como al pueblo hebreo, ha manifestado miles y miles de veces su ardiente amor?
¿No deberíamos temblar ante la sola idea de llegar a ser cómplices de la traición a Cristo y a su Iglesia, la cual perpetúa el Sacrificio incruento de Cristo en nuestros altares?
¿Aquella (la Iglesia) que es la ministra y dispensadora de Sus méritos infinitos hasta el fin del mundo? ¿La que es testigo de Sus milagros, predicadora de Su Palabra y guardiana de Su Verdad?
Meditemos, queridos amigos, dónde se sitúa nuestra alma inmortal en esta feroz batalla que sacude al mundo hasta sus cimientos:
Si estamos entre los canallas, torturando la carne sacratísima del Redentor, o si, por el contrario, ponemos nuestro corazón a disposición para acoger ese Cuerpo adorable.
Si nos rasgamos las vestiduras ante la proclamación de su Divinidad, o si, por el contrario, nos postramos como el Centurión ante el Salvador que muere por nosotros.
Si somos de los que incitan a la turba contra el Hijo de Dios, o somos en cambio de los que dan testimonio de su Gloriosa Resurrección.
Porque esta alma nuestra, por la que Nuestro Señor ha derramado Su Sangre y dado Su Vida, permanecerá inmortal, ya sea en la bienaventuranza eterna del Paraíso o en el tormento eterno del Infierno.
Que la contemplación de la Pasión de Cristo y de su Cuerpo místico nos despierte de nuestro letargo, nos arranque de la esclavitud del pecado y nos impulse al heroísmo de la santidad, para que la Sangre que Él derramó por nosotros no caiga sobre nosotros como una condena, sino como una fuente saludable que nos confiera la Gracia. Que así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
2 de abril de 2023
Dominica II Passionis seu in Palmis
(este es el enlace al artículo original)
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